Sus bodegones, retratos y figuras, pero sobre todo sus paisajes rebosan espiritualidad, partiendo de una técnica que plasma lo sencillo del entorno que lo rodea, siempre al natural y lejos de fotografías. A quien admira su obra pictórica le acerca su verdad, lo más íntimo de su ser.
Así es Manuel Kayser (Jaén, 1946), uno de los pintores más queridos de Jaén. Catedrático de Dibujo y Color, aprobó la oposición para la única plaza y la última cátedra que se dio en Andalucía, en 1984, en la Escuela de Arte José Nogué, donde fue matriculado como alumno con sólo 12 años y en la que se jubiló en 2005. “Jugando en la calle, escuché que un profesor de la Escuela necesitaba un chico para los recados.
A cambio me matriculó y así empecé a formarme. De la pintura no me jubilaré nunca. El día que no pinto, me cabreo”, reconoce. Apostó por la docencia tras experiencias con galerías que no le interesaron. “El hecho de pintar en mi es muy vocacional y vivencial, no es comercial. Vender mi obra me causa dolor”, dice.
De una pintura gestual con la que arrancó su carrera y que nunca le llenó, buscó su camino. “Por mi manera de ser y de sentir las cosas, mi pintura tenía que aportar a los demás un mundo de paz, desde la voz callada, la humildad y el asombro de la naturaleza”, dice el pintor del silencio. Ha aprendido de la pintura a “crecer como persona”, a comunicar valores. “No soy capaz de pegar un grito ante una sociedad tan tremenda. Me pongo del otro lado y con la pintura aporto mi grano de arena a la pintura jienense, en busca de un mundo de paz, con una obra que mira al interior del ser humano”, explica. No pinta desde el punto de vista objetivo, para que el ojo humano se recree en el detalle, sino que hace una abstracción de las formas.
De ahí que de las sensaciones que obtiene al contemplar la naturaleza haya generado una extensa producción pictórica, donde se reconoce su intimismo e identificación, con obras repartidas por ayuntamientos, fundaciones, museos y universidades. “Me siento muy reconocido en Jaén y muy querido por mis alumnos, a los que me entregué muchísimo”, valora.
La pintura es su vehículo de comunicación. “Me ayuda a expresar mi mundo interior”, afirma, reconociendo que sólo de esa forma su obra resiste al paso del tiempo. “Mis obras están vivas, resisten al tiempo porque prevalece lo que emana desde dentro de la obra, que en definitiva es mi espíritu”, confirma.
Está inmerso en la recuperación de su obra más significativa, enmarcando y catalogándola, para reservarla en su casa, donde pretende crear un espacio dedicado a ellas.
También prepara una exposición retrospectiva, que espera que llegue al Museo Provincial en 2020 y mostrar cincuenta años de trayectoria. “El sentimiento a la hora de crear ha sido siempre el mismo”, confirma. Kayser vive el paisaje fuera, pintando en su finca familiar El Gurullón y en entornos como la campiña de Mengíbar, donde ha vivido experiencias “maravillosas”, al poder pintar “escuchando el murmullo de la vegetación” de la zona. “Es una forma de trabajar que hay que educar. El Arte es importante y los políticos se tienen que preocupar de que no es todo tecnología, sino que en Educación hay que volver al origen”, reconoce.
El paisaje urbano se escapa de su obra, pero lo ve todos los días al transitar por el barrio de La Merced, donde nació, donde vive y donde tiene su taller. “Es un barrio precioso, pero abandonado, en un casco antiguo que es lo que podemos ofrecer al turismo. Da pena y es una torpeza que quienes han tenido el poder hayan hecho tan mal las cosas”, denuncia. Y tampoco se ha tratado bien a los pintores jienenses. “Jaén es una tierra de buenos pintores, pero sus obras están ocultas, secuestradas en pasillos y despachos de administraciones, sin que nadie se preocupe por hacerlas públicas, siendo muy importantes a nivel internacional”, espeta. De ahí que apunte a la necesidad de que Jaén tenga un Museo de Arte Contemporáneo que muestre la obra “de alta calidad” de los pintores de la tierra.
Igualmente, lamenta que siendo Jaén la capital mundial del aceite de oliva, no se haya erigido un monumento que recuerde “al trabajador del olivar, no al dueño, un monumento que debería medir más de cinco metros y no rotondas que están para quitarlas”, termina.