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Navidades sirias

“Oímos y vemos la muerte ajena como quien oye y ve llover. Sí. Decimos que qué pena, que no hay derecho, pero inmediatamente nos vamos a la página de deportes..

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Con esto de los nuevos medios de comunicación estamos llegando a la más absoluta insensibilidad: lo mismo asistimos al asesinato en directo de un embajador ruso que a la última masacre terrorista en Berlín. No digo que sea malo que la noticia se apoye en imágenes, pero resulta que a fuerza de cotidianeidad, los crímenes diarios pueden acabar entrándonos por un ojo y saliéndonos por el otro.
Es lo que ocurre con Alepo, ya saben, esa ciudad siria que soporta bombardeos constantes y que es hoy por hoy el ejemplo máximo de la barbarie y la brutalidad humanas. Por eso es necesario que, sin renunciar a la información, sepamos pasar por encima de ellas y colocarnos en el lugar de la empatía, de la condolencia y la solidaridad.

Oímos y vemos la muerte ajena como quien oye y ve llover. Sí. Decimos que qué pena, que no hay derecho, pero inmediatamente nos vamos a la página de deportes, para ver cómo quedó anoche nuestro equipo en la Copa del Rey. Tenemos tan asumido, insisto que a fuerza de cotidianeidad, que la vida es así, que lo damos todo por bueno y lo olvidamos inmediatamente.

Por eso es tan bueno que a veces sintamos el dolor en nuestras propias carnes. No me entiendan mal. No deseo el mal para nadie. Ni para mí. Pero a veces es bueno, por ejemplo, quedarnos un rato sin luz para apreciar la luz. Y de eso quería escribir: el otro día, previamente anunciado por la empresa distribuidora, estuvimos sin luz en San Pedro desde las ocho y media de la mañana a las siete de la tarde. Por la mañana todo fue bien. Hubo que renunciar a Internet o a calentar el desayuno, pero como el día estaba azul nos fuimos a la calle, a disfrutar del sol. Después de almorzar un bocadillo, porque la cocina es eléctrica, nos subimos a la azotea a aprovechar el sol de la tarde, pero a las cuatro se fue de la azotea y no tuvimos más remedio que meternos en la casa, arroparnos con una manta y, ya a las seis, alumbrarnos con velas.
Créanme: entonces es cuando entendí con claridad qué querían decir las noticias de Alepo, que hablaban de una población sin comida, sin energía eléctrica y a tres grados bajo cero. Y constantemente bombardeada, claro. Tuve que notar en mis carnes los cuchillos del frío o el miedo a la falta de luz, para saber lo que sienten aquellas criaturas no un rato como nosotros, sino todo un invierno y, si me apuran, toda una vida.

Por eso he querido terminar mi último artículo del año pensando en la gente de Alepo, en esos niños hambrientos y arrecidos que no entienden nada, pero sufren. Feliz año a todos.

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