La puerta de Beatriz Piñero es la única que siempre está abierta en el número 15 de la Cruz Vieja, en el corazón del barrio de San Miguel. En la casa de vecinos en la que vive desde hace 60 años, propiedad de Pilar Aranda Latorre, una de las primeras mujeres bodegueras del Marco de Jerez para la que ella trabajaba, llegaron a juntarse hasta 51 familias. Todas se han ido marchando, “porque han ido faltando” o han cambiado de casa. Menos ella. “Yo soy la última. Llevo aquí 60 años”, cuenta a este periódico esta jerezana de 80 años, que desde hace cinco años es la única inquilina fija de este enclave, reconvertido ahora en apartamentos turísticos. A ella le respetan la renta antigua y es la que se encarga del mantenimiento de las macetas de los dos patios, uno de los pocos de la ciudad que se conserva de la época, teniendo en cuenta que el histórico inmueble tiene más de cuatro siglos de vida.
Fue “la señora de la casa” (por Pilar Aranda) quien le avisó de que se había quedado una habitación libre, donde hizo dos cuartos. “Me mandó al chófer para que viniera a verlo”, relata. La cocina y el baño eran comunitarios. Entonces vivía en el campo con su marido y su primera hija. Ni se lo pensó. Cuando se quedó embarazada del segundo de sus cuatro hijos fue a contárselo a Pilar, que le dijo que cogiera un trozo de patio (de ahí el arco de la entrada de su casa), y se hiciera su cocina, su baño y su salita. “Y hasta hoy”.
Beatriz, que se mueve con la ayuda de una muleta por sus problemas en una rodilla, es incapaz de dar un número de todas las flores y plantas que riega dos o tres veces a la semana en verano, e incluso a diario, a lo que tiene que dedicar al menos dos horas. “¡Uy, yo que sé!”, contesta cuando se le pregunta si lleva la cuenta. “Gracias a Dios las cuido yo y que Dios me dé para poderme mover y seguir cuidándolas”. Pero esto no es de ahora, viene de siempre, aunque claro antes tenía menos trabajo, porque a cada vecino le correspondía un trozo del rincón del que se encargaban de regar y mantener.
“Cada una arreglaba el suyo, pero al ir faltando las demás, tuve que encargarme de sus plantas. Yo no iba a dejar que se murieran. Y ahora soy yo sola la que sigue regando y trasplantando. Estoy todo el día alrededor de ellas”, cuenta en un recorrido por el patio. Las mira orgullosa y reconoce la terapia que supone para ella esta afición cuando ha pasado momentos más complicados. “Lo primero que hago cuando me levanto es asomarme al patio a verlas. Me sirven de distracción, y me han sacado de muchos baches, porque yo he estado muy mala de muchas cosas y veía las flores que se secaban y no podía quedarme en la casa. Me lo he tomado como una obligación”, explica orgullosa de un patio que recuerda a los típicos cordobeses por su alegría y su colorido. “Las de arriba las riego con el sistema del goteo, y aviso a los turistas de que está lloviendo (risas) y las de abajo con mi garrafita y la jarrita”.
Por la mañana anda una hora al día con su tacataca y acompañada de una trabajadora de ayuda a domicilio, que viene dos horas al día para pasear y recogerle la casa. Ella se encarga de la comida y de su ropa. Su otra gran afición es hacer punto. Este año ha hecho nueve mantas para su familia. “El punto me da la vida, cuando no estoy con las flores, estoy con el punto”, confiesa la última vecina del número 15 de la Cruz Vieja, que nunca se ha planteado marcharse de la casa en la que ha criado a sus cuatro hijos y donde sus nuevos vecinos “entran y salen” y vienen de todo el mundo para instalarse en los 16 apartamentos que se han ido que los nietos de Pilar Aranda han ido adecentando a medida de que los antiguos vecinos se marchaban.
“No he notado tanto el cambio porque a la par que se iban quedando vacíos, han ido haciendo apartamentos. No ha sido de un día para otro. Yo vivo aquí muy bien, no me siento sola”, apunta la protagonista de más de una foto de recuerdo que se llevan los clientes de su estancia. “Si no estoy regando en el patio, estoy haciendo punto. Todo el que entra se lleva fotos de recuerdo y a todos se lo digo: no llevarme muy lejos”, dice divertida. Pero es que además de jardinera, también ha hecho sus pinitos como recepcionista. Podría decirse en su caso, que lo mismo está para un roto que para un descosido. “Todos son muy amables, vienen de todos sitios y si necesitan algo siempre acuden a mi puerta. Me piden de todo (risas) y si lo tienes, ¿no se lo vas a dar?”. “El otro día un muchacho me preguntaba si tenía un poco d sal para la ensalada. ¿Necesitarás también aceite y vinagre, no?”, le respondió mientras se lo preparaba. Aguja, dedal y hasta una puntilla ha llegado a buscar para pegar un tacón que se le había roto a una inquilina que se iba de boda. Ya echaba de menos ese ajetreo tras el estallido de la pandemia.
El confinamiento lo pasó con su hermana en El Cuervo y luego en Jerez en casa de una hija, pero cuando las cosas estuvieron más calmadas, volvió a casa. No había inquilinos, pero sí un trabajador las 24 horas del día para proteger la finca de robos. Beatriz nunca se ha planteado irse de la casa en la que ha criado a sus cuatro hijos, ni siquiera cuando murió su marido Santiago hace cuatro años. Se emociona cuando recuerda los últimos días junto a él. “Cuando me quedé sola mis hijos me pusieron la condición de quedarme aquí con la teleasistencia para poder llamarles si me pasa algo. Y ya cuando me vaya que Dios me lleve y ya está. Mientras pueda mantenerme sola, yo no me voy a ningún sitio. Aquí vivo muy tranquila, en el centro, lo tengo todo a mano”.
El otro día, en uno de sus paseos diarios, un vecino se le acercó para saludarla. “Me dijo: a usted no le pega el tacataca, porque usted ha trabajado mucho en esta casa para verla así”. Beatriz ríe a carcajadas rememorando la anécdota. “Hijo qué le vamos a hacer, por lo menos me puedo mover, yo le doy gracias a Dios de que puedo salir a la calle”, le respondió la vecina “que siempre está" en el número 15 de la Cruz Vieja.