Desde el momento en que somos concebidos y holgamos placenteros en el vientre de mamá, nos van planificando el futuro. Fuera de nuestro albergue materno se origina una irrefrenable revuelta familiar encauzada a dotarnos de vestuario, juguetes y otros bienes caprichosos, clasificados todos ellos según el tamaño y la conveniencia que requieran la edad y talla que en cada momento de nuestro desarrollo alcanzamos.
La tata; estos zapatitos le estarán ahora grandes, pero en un plis plas se los podrá poner. La abuela; la cuna se la regalo yo para cuando crezca. La cuñada; pues yo le he comprado su ropita de manga corta para las calores. Antes de nacer ya somos dueños de un parque donde no brincaremos hasta la primavera siguiente. De una trona para nuestras primeras papillas, e incluso de unos cubiertos grabados para cuando podamos servirnos de ellos. Luego, en una nueva etapa de la vida, emprendemos los estudios para labrarnos el mañana. Unos conseguimos la titulación y otros abandonamos en el intento, procurándonos un oficio que complazca nuestras aspiraciones de trabajo. En ambos casos el objetivo es el mismo: asegurar el porvenir. Avanzamos siempre acechando el futuro mientras el helado de la vida se derrite entre los dedos sin dejarnos paladear las veinticuatro horas del día que vivimos. Más tarde ponemos proa hacia el mundo laboral según los derroteros académicos logrados. Una explosión de alegría insufla nuestro delirio cuando superamos unas oposiciones imposibles o nuestro currículo es seleccionado por la empresa pretendida. Ese día de júbilo inexpresable marca un antes y un después en nuestra existencia. El esfuerzo hipotecado en la juventud ha dado su fruto y el camino hacia el enigmático destino se presenta como una amplia autovía libre de obstáculos. El primer sueldo, el primer coche, la entradita del piso… Nuestra autonomía adquiere competencias insospechadas y la intempestiva alarma del siempre vituperado despertador, pasa a ser el agradable sonido de una dulce campanilla que pronostica, estabilidad y protección. Así nos mantendremos un largo periodo de tiempo hasta que las primeras canas y las incipientes dolencias nos empiezan a hacer olvidar todo el trayecto recorrido, advirtiéndonos de que el ecuador de la vida se ha rebasado y que aquel anhelado afán por el trabajo, empieza a convertirse en una empalagosa rutina.
De pronto, un día cualquiera, al sonar el mustio despertador, una blasfemia se nos cae de la boca y entonces nos damos cuenta de que algo ha cambiado. A partir de ahí, nuestra imaginación concibe un guión prematuro de futuro a la vista, donde la jubilación cobra un papel protagonista en el objetivo a lograr subsiguientemente. Los años de vida laboral que nos restan se van capeando con displicencia, mientras un torbellino mental no para de añadir fotogramas idílicos al libreto del retiro expectante que conduce al estreno de la película mil veces soñada. Se acabaron los madrugones. Renacen las aficiones y reverdece vacante el tiempo libre. Ahora toca relax y diseño de planificación. Viajes, senderismo, pesca, cine, teatro… Llegó el momento de exprimir el reloj hasta licuar el último segundo. Vivir en plenitud la tercera edad sin más limitaciones que las que la salud condicione. Pero amigo. Mientras que por los conductos vertiginosos de nuestras fantasías concebíamos el bucólico guión de esa utópica película, alguien paralelamente a nosotros también lo programaba, pero con un argumento totalmente antagonista. Alguien ajeno a las rancias tradiciones de nuestra generación cuando las mujeres quedaban en casa cuidando de los hijos mientras los maridos salían en busca del jornal. Alguien que ha estado esperando la hora del jubileo paternal para encontrar puerto seguro donde fondear sus penurias de tiempo y encontrar refugio firme para esos diablillos necesitados de una atención que sus padres no pueden ofrecerles desde el taller de soldadura, la oficina del banco, la caja de un supermercado, o el colegio donde dan clases a otro montón de futuros demandantes de puertos seguros donde fondear a los vástagos.
C´est la vie.
La actual estructura social ya no entiende de lebrillos ni almidón, cuando los días tenían veintiocho horas y el crepúsculo moría entre remiendos y zurcidos a la luz de un quinqué. La evolución nos devora y el cambio generacional exige adaptación. El mensaje es claro. Padres trabajadores buscan urgentemente abuelos desocupados. Es innecesario entrar en detalles porque esta realidad contemporánea la vivimos en mayor o menor medida todos los que crecimos con la ayuda del vigorizante candié.
Solo hay que echar un vistazo a la puerta de guarderías y colegios para ver mogollón de abuelos impacientes atentos a la salida del rey de la casa, para escamotearles un beso furtivo a cambio de sabrosas chucherías saqueadas a la cartera de la exigua pensión.
Adiós viajes, senderismo, pesca, cine y teatro. Un nuevo pasatiempo ocupa ahora las horas del jubileo. Un pasatiempo entrañable. Yo le llamo micurria; tiene tres primaveras, me dice yayo con media lengua, y aunque ha alterado todos mis proyectos imaginados, muero de ternura por apretarlo entre mis brazos.