Amanece un nuevo día y antes de echar pie a tierra remoloneo un par de minutos en el colchón mientras los huesos se ubican en sus habitáculos y la cabeza va tomando conciencia de lo que me espera tras el portón de mi casa. Lo que me espera no es nada nuevo. Es lo mismo de ayer y será lo mismo que mañana. Un mundo nada gratificante en el que la curvatura de la Tierra es lo único que permanece a día de hoy desde aquello del
Big Bang. Eso es lo que me ha tocado vivir y con ello hay que pechear por mucho velcro que corra en mi corazón y muchos cerrojos que ponga en mi alma.
Durante esos dos minutos de pereza trato de imaginar otra cosa, pero al unísono con la alarma del despertador se pone en marcha la emisora que tengo sintonizada y ella se cuida de recordarme las miserias del planeta que piso. Un planeta donde la competitividad se ha convertido en la meta de la convivencia diaria para desgracia de los menos favorecidos, que se ven humillados por los que ocupan el vértice superior de la pirámide social. Un mundo donde los débiles, los marginados y los inadaptados lo tienen crudo porque el valor de las personas se cifra por los ceros de sus cuentas corrientes y por el logotipo de la ropa que luce. Una sociedad cínica que promueve la unidad de los países, la segregación de las fronteras, la confederación de naciones y la creación de hermanamientos comunitarios, para luego impedir que los pueblos aporten su historia, su credo, su lengua, sus costumbres y su cultura en casa de cada cual. Una sociedad que contempla insensible las toneladas de comida que van a la basura diariamente, mientras a tres horas de avión millones de niños mueren de hambre. Estados que justifican la guerra para lograr la paz, pero que mienten como
Pinocho porque esa cantinela ya la escuchaba yo en el vientre de mi madre y jamás han cesado las masacres. Naciones que dedican sus mayores partidas presupuestarias a gasto de armamento porque hay que inventarse guerras donde vender metralletas a los bandos contendientes, para lograr que sus economías sigan creciendo a costa de la sangre de los demás. Países que matan con el beneplácito del resto de socios asesinos. Que enarbolan la bandera de los derechos humanos censurando otros crímenes, pero ponen en capilla a sus propios reclusos en pasillos de muerte. Gobiernos que se reúnen con los militares para tomar decisiones que comprometen nuestra seguridad, despreciando la reivindicación cívica del no a las armas. Que ensucian el planeta y contaminan el aire que respiramos para seguir haciendo caja con el petróleo cuando ya existen energías alternativas limpias y ecológicas.
Un mundo que presta dinero a los bancos y lo niega a los necesitados. Que subordina la felicidad, el amor y la libertad de las personas al bombardeo propagandístico y la apología del consumismo. Que recluye a sus mayores en asilos gélidos cuando ya se sirvió de su experiencia y sabiduría, y ahora solo estorban. Que cubre de oro a deportistas, músicos, actores y
Very Important Persons mientras arrincona a los científicos que curan el futuro.
Un mundo donde los salvadores de ánimas han olvidado el dogma de su Mesías para convertirse en una máquina de hacer dinero y arte y parte de la mascarada capitalista. Donde la audiencia millonaria de los programas basura destapan el nivel cultural de la población. Donde el alimento que comemos engorda con hormonas y productos químicos. Donde los conflictos, las conspiraciones, la violación de los derechos, la injusticia social, el terrorismo y la inseguridad, siguen intimidando las esperanzas de nuestros hijos, al tiempo que los políticos predicen el final de todos los males, consultando en una bola de cristal sustentada en la más irreal de las ficciones.
Un planeta donde los fundamentalismos opuestos se organizan en despachos blindados de odio a ver quien jode más al prójimo. Donde la dignidad de las personas es zancadilleada por los secuaces del totalitarismo y la intolerancia. Donde las espaldas de muchos niños portan fusiles de muerte en lugar de mochilas escolares. Donde los hombres sumisos se dejan la vida en trabajos precarios explotados por seres miserables que ven así la forma fácil de enriquecerse para lograr la vida de lujo que ambicionan. Un mundo en el que, en muchos lugares la salud de las personas depende de los excedentes farmacéuticos de los privilegiados. Donde la deforestación y la locura industrial extingue cada año cientos de especies animales con el vertido de venenos químicos y radioactivos.
Una sociedad pestilente que soslaya la realidad que la azota y redime su vileza con su contribución mensual a la Hermandad que mantiene o a la ONG con la que colabora, para poner a salvo cada noche su embarrada conciencia sobre colchones
Hästens Vividus.
Mañana cuando me vuelva a levantar seguiré dándome asco al mirarme al espejo.