Fernando Aramburu convirtió hace unos años la novela
Patria en uno de los grandes fenómenos editoriales de nuestro país. Su exitosa y fascinante obra lo era por su gran calidad literaria, pero, más aún, por su valentía a la hora de abordar sin complejos ni miedos el horror y las heridas abiertas por la banda terrorista ETA en la sociedad española y, en este caso, especialmente, en la vasca, con el derramamiento de sangre inocente en nombre de la causa aberzale. En definitiva, un libro tan contundente como necesario.
Que su historia acabara en el cine o la televisión era cuestión de tiempo y Aitor Gabilondo fue el más hábil en anticiparse para adquirir sus derechos y, a continuación, conseguir el apoyo de HBO para una miniserie que ha acabado convertida en todo un acontecimiento mediático. En este sentido, Gabilondo ha sabido responder a la expectativa al asumir de forma notable el riesgo de una adaptación tan comprometida, aunque el resultado final, igualmente, acabe consumido por una prudencia contraproducente, desde el momento en que resta cierta contundencia a una historia en la que, pese a seguir el mismo código fragmentado de la novela, parece realizar el camino inverso para retratar lo que no deja de ser la esencia de lo descrito en las páginas de Aramburu: la capacidad del terror para consumir y devorar nuestra cotidianeidad tras la recién conquistada democracia, que en este caso significaba además la recuperación de las libertades.
Así, mientras en la novela su autor iba desde la realidad concreta de dos familias hasta la generalidad asfixiante y coercitiva del terrorismo practicado durante varias décadas en nuestro país, en el caso de Gabilondo ha optado por partir de ese pasado común a todos nosotros para aproximarse a la vida de esas dos familias hasta convertirlas en el centro absoluto de la narración.
Pese a sus pequeños defectos, la serie, cuyos ocho episodios se dividen a partes iguales Félix Viscarret -curtido en el formato con su más que interesante
Cuatro estaciones en La Habana- y Óscar Pedraza, basa su principal virtud en una exquisita puesta en escena y en un reparto sensacional en el que sobresalen de forma magistral Elena Irureta y Ane Gabaraín, auténticas e inolvidables, como lo es la secuencia del esperado abrazo, resuelta de forma tan natural como emocionante.