Producida por Apple TV, El canto del cisne, la película del debutante Benjamin Cleary aborda de nuevo los dilemas morales en torno a la clonación humana, dentro de una vuelta de tuerca que se aleja tanto de la comicidad de Multiplicity como de la espectacularidad de La isla. Su tono es tremendamente intimista, focalizado en el personaje principal, al que da vida Mahershala Ali (Green book), pero el desarrollo dramático de la historia tarda en encontrar su auténtico enfoque, después de una primera hora que fluye entre un episodio de Black mirror y una promo de empresas tecnológicas -¿Apple tal vez?- y sus aplicaciones en la vida doméstica.
Ambientada en un futuro bastante reconocible, cuenta la historia de un acomodado diseñador gráfico, casado y padre de un niño, al que detectan una enfermedad incurable y le queda poco tiempo de vida. Atormentado por el futuro que aguarda a su familia, decide someterse en secreto a un tratamiento experimental que le ofrece la posibilidad de contar con un clon que le sustituya en la vida real poco antes de morir.
Para fortalecer esa decisión, la narración recurre de forma constante al flashback para mostrarnos el romance inicial de la pareja -Naomie Harris (Skyfall) encarna a su encantadora mujer- y el trauma sufrido por ella a causa de la inesperada muerte de su hermano; sin embargo, hay una naturalidad muy bien aprovechada en el primer caso que se torna en artificial en el segundo, en el empeño por justificar la decisión del protagonista: que su mujer no vuelva a sufrir por la muerte de un ser querido.
Hay, asimismo, un tercer ámbito: el de su relación con la empresa encargada de la clonación, ubicada en un islote en medio de un lago, donde cada cliente-paciente entra en contacto con su otro yo antes del trasvase definitivo de memoria y su sustitución, pero cuyo concepto no hace sino aportar interrogantes, dudas e incredulidad en el espectador, más allá del concepto escénico, el discurso científico y la presencia de Glen Close como gran gurú del invento.
Hay, pues, un vaivén de sensaciones, algunas contradictorias, que deterioran el desarrollo de la película, pero corregidas en una media hora final muy interesante, en la que Ali se enfrenta a sus propios demonios interiores, disfrazados de dilemas morales, a la hora de aceptar su nueva realidad, y de los que actor y director salen airosos una vez que la historia se desprende de la artificiosidad para hablar de sentimientos.