PEDRO SEVILLA/ ARCOS
Lo curioso de las cifras es que detrás de ellas hay siempre un rostro, una historia, un mundo, una memoria. Todos los días la televisión o la radio nos dan el número de fallecidos por el COVID 19 y lo primero que hacemos es compararlo con el número de ayer, como si estuviésemos sólo ante una operación matemática y no ante un desastre humanitario donde cada número es un ser humano con sus ilusiones, sus proyectos y su vida truncada. Los números, a veces, impiden ver el rostro y nos convierten en meros contables, en profesionales fríos de la estadística.
Pero permítanme que hoy haga un canto a las cifras, a los números, a números como ese ciento siete que da nombre a este artículo. Este ciento siete tiene nombre, Ana, y tiene rostro: aquí, en este mismo periódico, han podido verlo ustedes, con ese pelo blanco y suave, como de princesa anciana, y esa mirada honda, de haber vivido mucho y haber visto mucho, y no todo bueno.
Ana es de Alcalá del Valle, ese pueblo hermano con el que se ha cebado el coronavirus, y a sus ciento siete años ha superado la enfermedad. Es una superviviente reincidente, porque resulta que también enfermó de la mal llamada gripe española en mil novecientos dieciocho y también logró salir de ella. Hace uno las cuentas y Ana debió nacer hacia el año trece del siglo XX, así que podemos imaginar cuánto ha debido de sufrir, y de disfrutar, porque la vida es una moneda con dos caras, el dolor y la dicha, esta criatura que ahora nos mira desde la fotografía y medio nos sonríe o sonríe a la vida, después de haber superado otra chamusquina.
Epidemias, guerras civiles y de las otras, enfermedades, miedos, no han conseguido doblegar a Ana, a este número con corazón y con rostro que, sin ella saberlo, nos ha dado una lección de obviedades: cada persona que muere, o que se cura, no es sólo una cifra, sino un ser humano con una cara que nos compromete, que nos hace responsables del otro.
Los árboles no nos dejan ver el bosque y los números no nos dejan ver las caras. Menos mal que este periódico nos ha enseñado la de Ana, ciento siete años, de Alcalá del Valle. Su sonrisa mínima, su pelo cardado, sus ojos de mirar lejos, nos comprometen y nos exigen.
¿Que qué nos exigen? Pues qué va a ser: que no contemos a los muertos con la calculadora, sino con el corazón. Que pongamos cara a cada número.