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Se nos fue Ayala

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Murió un gran hombre de las letras hispánicas. Éste es mi recuerdo. Se lo contó Francisco Ayala a Tomás Eloy Rodríguez con ocasión de un encuentro en la madrileña Casa de América: "Estuve dando vueltas por Nueva York algún tiempo. La noche del famoso apagón de Manhattan, en 1966, tropecé con Victoria Ocampo en un pasillo del Waldorf Astoria, donde yo estaba en busca de un amigo. Ella llevaba una vela encendida en una mano y una silla liviana en la otra, y así estuvimos conversando sobre las desventuras de la modernidad durante un rato". Semejante imperturbabilidad ante el desorden ya lo está diciendo todo sobre el personaje. La vida y la obra de Ayala (Granada, 1906) se funden a través de esa permanente actitud de sereno rigor frente a la conmoción. Un rigor que incluye la denuncia de los fundamentos del desastre, el exhaustivo registro de causas y precedentes y la elucidación precisa de la cadena de hechos. Impasible disciplina matizada, también, por un natural sentido de lo burlesco, lo irónico y lo sarcástico, así como por un irrenunciable resto de confianza en la capacidad regenerativa de los seres humanos. Esto último, a nuestro parecer, sería ya harina de otro costal.


Muchos críticos apuntan hacia El jardín de las delicias -obra abierta y maestra en toda regla- como la probable síntesis concluyente del dilatado proyecto literario de Francisco Ayala. Este trabajo, concebido al margen de las tradicionales formalizaciones de género, representa, en palabras de Manuel Ángel Vázquez Medel, "un nuevo modo de relacionar lo fragmentario con la totalidad". Su proceso de creación, desarrollado y ampliado a través de sucesivas ediciones (1971, 1978, 1990, 1999), se basa en un movimiento continuo a lo largo del cual el autor va sumando materiales de diversa índole: autobiográficos, narrativos, ensayísticos, digresivos o divagatorios, documentales, hemerográficos y otros que van configurando una imago mundi, nada halagüeña, en la que sigue primando la dimensión esencialmente trágica de la naturaleza humana, presente en Ayala desde sus primeros pasos como escritor.

Una síntesis, la que ofrece este jardín de delicias engañosas, construida con las garantías de sólida coherencia proporcionadas por la explícita unicidad de la producción de Ayala, decisivo aspecto éste analizado con particular perspicacia por Estelle Irizarry en el segundo capítulo de su muy recomendable monografía titulada Teoría y creación literaria en Francisco Ayala. Afirma Irizarry que dicha unicidad se identifica con una "motivación fundamental que nace de una sensación de desamparo en un mundo que está en crisis", o lo que es lo mismo, "con el desmoronamiento de valores morales y éticos". Este libro creciente fue realizado, según el propio autor, combinando sus piezas integrantes "como los trozos de un espejo roto". Y añade que el resultado, a pesar de la heterogeneidad de esas piezas, "me echan en cara una imagen única donde no puedo dejar de reconocerme: es la mía". Es la suya, por supuesto, pero al haber sido Ayala un superdotado testigo de cargo que declara ante el tribunal de la historia sobre todo un siglo de utopías y catástrofes, de masacres y esperanzas frustradas, también aquella es la imagen de un mundo en quiebra perpetua porque "el poder ejercido por un hombre sobre su prójimo es siempre una usurpación".

El jardín de las delicias no es sólo una obra imprescindible de la literatura en lengua castellana del siglo XX, es también un manifiesto ético de infrecuente altura, cuyo sentido alegórico, en contraposición al de Hyeronimus Bosch, no tiene apenas nada de críptico, pero sí coinciden ambos en la doble intención: por un lado, descarnadamente dramática; y, por otro, irreverentemente burlesca, respecto a la monumental tragicomedia de la soberbia humana.
Descanse en paz.

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