Ante la pandemia, cierta, amenazante, y el confinamiento, obligado, al menos de fin de semana, me prescribí durante el fin de semana como antídoto existencial, antes incluso de la publicación formal del Decreto de Alarma, una buena dosis, mezclada y agitada, de ‘La Peste’ de
Albert Camus y de ‘Así en el cielo como en la tierra’ de
José Luis Cuerda. Fue un alivio recurrir, de nuevo, a
Camus y
Cuerda, a sabiendas de que nunca fallan cuando se les necesita. Convendrán conmigo que en esta crisis del coronavirus, que actualmente tanto nos atenaza, nos amedrenta, en primera instancia, sólo tuvimos vaga consciencia de la existencia de una mera plaga, desconocida e incierta, pero una plaga virtual cualquiera, y, por lo visto al principio, tan ajena y lejana como las hambrunas siria y subsahariana. Siempre se mueren otros por mucha pena que nos dé verlo en las redes sociales o en el telediario. De esa premisa se alimenta nuestro egocéntrico sentido de la insolidaridad planetaria, aunque se trate de otra historia que no viene ahora a cuento.
Mas, sin embargo, semejante azote contagioso, de súbito, hizo tambalear el absurdo castillo de naipes en que se sustentan casi todas nuestras certezas, una confianza ciega en que, al menor descuido, no nos ahogaremos en nuestro propio vómito, y, por tanto, así, de repente, nos tocó muy de lleno al multiplicarse prodigiosamente en el seno de un sector creciente de nuestra sociedad, seguramente ya mayoritario, estupidizado, imbecilizado, idiotizado, caldo de cultivo frecuentísimo para los vendedores de humo de milagrerías y fake news, de la predestinación y el fin del mundo, el hondo convencimiento de que nada podríamos hacer personalmente por contener algo que se nos escapaba de las manos y del discernimiento. La inmisericorde propalación del coronavirus, cuando las limitaciones al libre movimiento de personas ya eran una restricción de índole legal, sólo cabe atribuírsela a los insensatos que abarrotaron los supermercados, organizaron botellones callejeros y fiestas privadas, o salieron a hacer deporte o a pasear al perro a kilómetros de su domicilio habitual, como si no hubiera un mañana y la profilaxis no fuera con ellos. Por mucho que en el hombre haya muchas más cosas dignas de admiración que de desprecio, la cuarentena se quedará corta y el pico más alto de extensión de las enfermedad llegará más tarde por culpa de una partida de indeseables, desaprensivos e hijos de puta que, en coyunturas críticas como esta, en lugar de guardar las formas como el resto, nos hicieron perder un poquito más la fe en la humanidad. “
Apocalipsis, fin de la historia, Juicio Final y carne resurrecta…”.
Nuestras administraciones públicas anduvieron más prestas a las recomendaciones de las autoridades sanitarias internacionales cuando metieron el dedo en la llaga y comprobaron, en primera persona, que el mal de Wuhan y Lombardía ya habitaba virulentamente entre nosotros. Las medidas adoptadas, de abajo a arriba, propiciaron en cascada la suspensión de eventos inminentes en el entorno más cercano, de la Feria de los Pueblos de la Diputación a la Falla de Mancha Real, congresos profesionales, conciertos, obras de teatro y ensayos. Ni movilidad discrecional ni aglomeraciones ni qué niño muerto. Cerrar las aulas y los parques fue apenas el preludio de las cancelaciones más dolorosas en el ámbito religioso, cofrade: la Semana Santa, con toda su carga devocional y económica. El drama de los penitentes, tras de sí, dejaba en la estacada a las pymes autóctonas de un turismo y un comercio constipados durante el invierno a consecuencia de los bajos precios en origen de nuestro aceite de oliva. ¿Quién habla ahora de la desastrosa venta a pérdidas, última semana, del abundantísimo lampante de la reciente cosecha a menos de 1,70€/kilo? ¿Quién se apresta a fomentar el teletrabajo en su empresa cuando desaparecieron los pedidos y acechan los incumplimientos en la amortización financiera de la deuda?
La angustia por la epidemia disecciona en dos mitades imperfectas, necropsia presurosa, propia de escarmentados, la anatomía económica de nuestra tierra: las clases pasivas, envueltas en una pesadumbre empática e indolora, a un lado, frente a un tejido productivo, plagado de autónomos y empresas de autoempleo y subsistencia, que ha pasado el tortuoso fin de semana de aislamiento temiendo más que a una vara verde el despertar a la cruda realidad de la primera semana completa del apocalíptico estado de alarma. El ser o el no ser. Urge, hoy, por consiguiente, más que el comer y el papel higiénico, un plan de choque real de ayudas que contribuya a dotar de flexibilidad tributaria y laboral en la gestión del parón económico y la recesión en pymes y autónomos, sin merma de los derechos de quienes acostumbran a pagar el pato en toda crisis.
“
Pero sabía que, sin embargo, esta crónica no puede ser el relato de la victoria definitiva. No puede ser más que el testimonio de lo que fue necesario hacer y que, sin duda, deberían seguir haciendo contra el terror y su arma infatigable, a pesar de sus desgarramientos personales, todos los hombres que, no pudiendo ser santos, se niegan a admitir las plagas y se esfuerzan, no obstante, en ser médicos” (‘La Peste’.
Albert Camus)