Hace unos días que murió Remedios Caballero Barrera. No se preocupen por exprimirse ahora ustedes la cabeza intentando recordar a qué le suena ese nombre, porque a buen seguro que no sabrán nada de ella. Y es que Remedios no era famosa, y de hecho, la única vez que salió en prensa fue el pasado 23 de septiembre, en una esquela de ABC que le puso el seguro que ella llevaba pagando toda la vida y que le habría dado para costearse al menos diez entierros. Remedios era una mujer normal, trabajadora, madre, abuela y bisabuela de tres niños preciosos que son además mis hijos. Porque Remedios no fue escritora, ni política, ni médica de renombre, pero era mi abuela. Y simple y llanamente era una mujer buena y sencilla a la que le tocó nacer en medio de una guerra en una casa de los que perdieron aquel conflicto, y que por eso no tuvo un inicio de vida nada fácil, ya que se quedó sin padre (ni tumba a la que llevarle flores), con apenas cuatro años.
Pero no es mi intención venir ahora aquí a aburrirles con nada que tenga que ver con aquella tragedia tan repetida entre nuestros mayores. Ella después progresó, creó su propia familia y pudo ser feliz. No quiero hablarles del terrible principio sino del también terrible final de sus días. Porque mi abuela murió muy lentamente, de una manera agónica que no merecerían ni nuestros peores enemigos, por culpa de una maldita enfermedad que la dejó postrada en una cama, ciega, casi inconsciente, y sin poder reconocer ni a los suyos durante casi una década. Alzheimer, diabetes, párkinson y un sinfín de problemas médicos la convirtieron en una sombra de la mujer robusta y de acero que yo conocí. Poco a poco fue perdiendo sus facultades. Lo peor sin duda fue quedarse sin memoria, ni cercana ni remota, olvidando con ello a los que más quería. Al final se hundió en una oscuridad absoluta que la convirtió en un vegetal al que ningún estímulo positivo podía alegrarla, siendo tan solo capaz de sentir dolor.
Su duelo y entierro fueron atípicos, más en una familia como la mía. Pues tengo la suerte de pertenecer a una de esas familias andaluzas en peligro de extinción, en las que la familia extensa y nuclear se confunden; y tíos, hermanos, primos, abuelos, cuñados, y yernos o nueras siguen estando unidos firmemente. Pero así y todo, pocos de nosotros hubiéramos podido decir que lamentásemos esa muerte. Porque la tan repetida frase de que ya descansó que se usa tanto en estos casos, en este momento ha sido una verdad absoluta. Yo, que soy de lágrima fácil, apenas lloré. Y no crean ustedes que no la quería, porque yo me crié con ella y me sentía unido a mi abuela firmemente. Pero es que lo que estaba pasando esa mujer me costaría deseárselo al más terrible de los criminales. Porque nadie merece un final agónico así. Y todos deberíamos tener derecho a que nuestra muerte signifique una tragedia para los nuestros, y no un alivio.
Y esto pasa y seguirá pasando porque el peso de la tradición de la que somos herederos nos impide ver todavía a la muerte con la naturalidad que debiera. Porque la vida puede ser maravillosa pero también una condena, pero en este último caso nuestra herencia judeocristiana nos obliga a permanecer aquí, sufriendo innecesariamente como a la espera de una recompensa posterior que, por supuesto, escapa a toda lógica científica. Y es que, nuestras leyes nos permiten ser más humanos con los perros que con las personas, y si un animal no tiene salvación posible y sufre, sólo hemos de acudir a un veterinario cualquiera para que ponga fin a su condena de manera rápida e indolora. Pero nosotros no. Nosotros tenemos que seguir aquí hasta que nos llegue la hora, aunque sea en condiciones que nos arrebaten hasta el último atisbo de dignidad. El avance de la Historia es imparable, pero todavía parece lejano el día en que se nos permita ser dueños de nuestra vida y de nuestra muerte, y como soy pesimista por naturaleza, me temo que no llegaré a verlo. Si así fuera, créanme si les digo que tendré aleccionados a mis hijos para que no permitan que yo tenga un fin como el de mi abuela, porque en determinadas circunstancias, no puede haber mayor muestra de amor que dejar marchar con dignidad a un ser querido.