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Sevillaland

Séptico

El candidato intenta atender a lo que le dicen en el coche, sentados a su lado y en el asiento de delante, los dos jóvenes lobeznos que le asesoran...

Publicado: 28/10/2018 ·
23:24
· Actualizado: 28/10/2018 · 23:24
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Autor

Jorge Molina

Jorge Molina es periodista, escritor y guionista. Dirige el programa de radio sobre fútbol y cultura Pase de Página

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Una mirada a la fuerza sarcástica sobre lo que cualquier día ofrece Sevilla en las calles, es decir, en su alma

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El candidato intenta atender a lo que le dicen en el coche, sentados a su lado y en el asiento de delante, los dos jóvenes lobeznos que le asesoran durante la campaña electoral. Uno es el community manager y otro el dircom, cosa que ya aprendió a distinguir, aunque sigue dudando sobre a quién hacer más caso cuando discrepan. Y todavía es precampaña, piensa, resignado al estilo de estos jóvenes ansiosos, que le ayudan en su última oportunidad. Él es el único de los aspirantes a la presidencia que pasa de los 50 años, y recuerda con nostalgia cuando iba a los pueblos a dar un mitin a pecho descubierto, subido a la tarima, delante de personas reales oyendo lo que realmente pensaba.

Hoy regresa de otro acto electoral 3.0. Una filfa de acto, de nuevo sin más relación con la realidad que el atril sobre el que situó las manos, aunque se lo tienen prohibido. Las manos deben moverse en el aire, al parecer. Cinco militantes se pegan a su costillar en el pueblo de turno durante el posado electoral -la cosa no pasa de eso-, y así las fotos dan bien, modernas. Siempre la mitad son mujeres, y a veces incluso alguien de color, o con utillaje de otra religión. Depende de lo que diga twitter.

Ya no hay mítines, la pugna se desarrolla a través del twitter. Ese es el cómo, la herramienta. Lo referido al qué decir es lo que peor lleva. Los dos mastines asesores le hablan sobre estrategias y trendings que, en verdad, no comparte.

Pero se los han mandado de Madrid. Porque esta campaña electoral de nuevo exhala aroma de Madrid. Bajarán en el Ave los generales capitalinos para, por persona interpuesta, zurrarse también en provincias. El insulto es un derecho de césares; la sangre la aportan sus centuriones regionales. Las mentiras se suceden con esa solvencia contemporánea que ha dejado incluso de nombrarlas como tales, para nominarlas ‘fakes’. “No es verdad, pero podría serlo”, le susurra el asesor del asiento de delante, mientras el de al lado asiente con la cabeza.

El candidato acaricia la tablet que le ha puesto en la mano su dircom o su community manager. Hace como si reflexionara mirando por la ventanilla del coche, para dar a entender que la decisión será sólo suya. Hasta que, claro, asiente con un ‘vale’, palabra menor y ligera con la que quiere ocultarse lo que acaba de validar. Otra mentira, otro escalón hacia el foso séptico que bajará el candidato para asegurarse de que el rival ha bajado dos hacia la letrina final.

El coche se llena de mal olor, y todos disimulan.

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