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El Jueves

Mis túnicas

La semana pasada se marchaba a una eterna calle Castilla que debe haber en el cielo, el artesano Miguel Domínguez, el que desde la calle Matahacas ha vestido a tantos nazarenos.

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Llegan corriendo los días en los que la ciudad vive de manera distinta. La Cuaresma se va agotando, las tardes se hacen más largas y el sol pespuntea las mañanas antes de tiempo, asomándose a los pretiles tímidamente. Sevilla prepara galas y reposteros. El domingo resonará la voz del pregonero en el Maestranza (auguro una pieza memorable) y también, por qué no decirlo, muchos interrumpiremos nuestro periplo por besamanos e iglesias con pasos montados para cumplir con la obligación de ciudadanos responsables y comprometidos, ejerciendo el derecho al voto.

Por las calles nos cruzaremos con aquellos que vienen de recoger su capirotes, con éstos en una bolsa de plástico que asoma sólo su picudo final, pero que preserva la intimidad del cartón, acostumbrado en su timidez a ir siempre cubierto. Sonrisas dibujadas en los niños que se estrenan en ser nazarenos y adultos que reviven, un año más, la ilusión de ser niños otra vez. Y a pesar de que siempre tengamos presente la posibilidad malvada de la lluvia, estamos esperanzados en vivir una Semana Santa nueva y distinta.

Una familia quizás no tenga este año las mismas ganas que nosotros, a pesar de que sus esfuerzos en estos días superan los de cualquier otra época del año.

La semana pasada se marchaba a una eterna calle Castilla que debe haber en el cielo, el artesano Miguel Domínguez, el que desde la calle Matahacas ha vestido a tantos nazarenos; ha acartonado tantos antifaces; ha despachado tantos costales y morcillas; y ha bordado tantos escudos. En suma, ha contribuido con su negocio al crecimiento de nuestra Semana Santa.

Un maniquí vestido de nazareno fue y es el reclamo de su tienda. Poco después vino un enorme azulejo sobre la puerta. Su diminuto negocio se prolonga hasta la trastienda donde se bordan los escudos o hasta el sótano de su casa en el Muro de los Navarros, donde se confeccionan los capirotes. Miguel se marcha, dejando el negocio bien enseñado a Silvia, María de la O y Eloísa, sus hijas, que hoy seguro que cosen y despachan a destajo, para cumplir con el rito, como él lo hubiera querido y lo hubiera hecho.

Se nos ha ido Miguel Domínguez, aquel que me hizo mis túnicas de nazareno cuando cobré mi primer sueldo. De eso han pasado ya muchos años y los hábitos siguen como si fueran nuevos, lo que dice mucho de lo bueno de su trabajo. Cosas de saber lo que se hace.

Su estela quedará siempre en las filas de nazarenos y bajo las trabajaderas, que es como decir en la esencia de la ciudad, en los mejores sitios.

Hasta siempre Miguel. Hasta la Gloria.

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