- “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?”
Salir a nuestras calles y plazas con la pregunta de Jesús de Nazaret a sus discípulos en el camino de Betsaida, es abrirse a una variedad de opiniones, tan parciales como distintas, de una sociedad que en un alto porcentaje vive de espaldas al Evangelio. Más o menos como entonces.
Unos nos hablarán de un gran hombre, de una de las mayores personalidades de la historia y muchos de su bondad; mientras que otros llegarán incluso a negar su existencia real, considerándolo una simple recreación de sus seguidores.
Y Cristo, con la misma intención de entonces, insistirá en el diálogo con los que nos consideramos sus seguidores:
- “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”.
Ésta es la pregunta esencial ante cada Semana Santa: ¿Quién es Cristo en el corazón de los que nos proclamamos públicamente cofrades?
¿Quién es en los sentimientos, en las palabras y en las obras de cuantos formamos Hermandad con Él y con los hermanos?
En unos tiempos donde tanto se habla de libertad y de autenticidad, y se alaba y se predica la honradez de pensar, hablar y actuar en una misma línea, parece conveniente plantearse en serio algo tan importante como nuestra relación personal con este Jesucristo al que confesamos, en el credo de nuestras Reglas, Hijo único de Dios, Señor Nuestro, concebido por obra y Gracia del Espíritu Santo y nacido de Santa María siempre Virgen, que padeció y murió por nosotros para resucitar al tercer día y subir al Cielo a la derecha del Padre. Sabiendo que una respuesta honrada nos compromete y debe traducirse en opciones de vida bien definidas.
¿Qué buscamos alrededor de un hombre bueno que murió hace cerca de dos mil años en la lejana Palestina, si murió para siempre? “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”, nos decía San Pablo. Pero si el Padre lo resucitó, si Cristo vive, mis hechos tienen que acompasarse a los de este Dios hecho hombre, en el que se cumplen las Escrituras, y que es la manifestación más clara de Dios y el modelo de vida para todos los hombres.
Cristo resucitado sigue repitiéndonos la fuerza de su mensaje. El Reino de Dios que Él anuncia e inaugura, es un reino de justicia, de paz, de misericordia, de pobreza, de santidad y de gracia; en él no caben ni la violencia, ni el rencor, ni el amor desmedido a las riquezas, ni encender una vela a Dios y otra al diablo.
Dios, el Dios que Jesucristo es y predica, es amor. La definición de San Juan resume, espléndidamente y para todos, el elemento fundamental del pensamiento, de la palabra y de la obra de este Gran Poder, de este Cachorro, de este Cristo de la Buena Muerte.
Un cofrade, un verdadero cofrade, debe empeñarse en vivir el amor a Dios y el amor al prójimo. Y una magnífica ocasión para meditar sobre la dignidad, la misión y la responsabilidad de un cristiano que públicamente se manifiesta como tal, es la Estación de Penitencia.
Una túnica de nazareno, un costal y una faja, el martillo, la ofrenda de la flor o la cera, la oración cuando pasa; todos son medios válidos para acercarnos al corazón de ese Dios muerto por amor.
A veces, la belleza de nuestras imágenes nos hace olvidar el drama de la pasión: los terribles augurios que le hacen sudar sangre; la traición del discípulo y el abandono de los demás; la bofetada y el desprecio; la injusticia y el dolor; la flagelación y los escupitajos en la cara; el peso del madero y de nuestras ingratitudes, los clavos y la sed; los Dolores, la Soledad y las Angustias de la Madre…
El corazón del Dios cercano y comprometido con cada uno de nosotros, del Dios liberador y misericordioso que Jesucristo encarna, se asoma cada Semana Santa esperando nuestra vuelta.
Ojalá seamos consecuente con nuestra condición cofradiera y sepamos mover nuestros corazones: Me levantaré e iré a mi Padre y le diré: ¡Cristo que das tu vida por el amigo y por el enemigo, quiero resucitar contigo a una vida en gracia!
¡Qué Buena Muerte tu muerte,
si se hace Vida en mi vida!