A mitad de camino entre uno y otro está el tercero, de modo que alguien que se hubiera divertido tomando copas al aire libre en mi calle, en vez de hacerlo en la suya, no puede salir de ella sin pasar por delante de, al menos, uno de los tres bombones, sin olvidar que, para llegar al punto en que ha decidido demostrar lo incivilizado que puede llegar a ser, ese alguien ha tenido necesariamente que pasar junto a otro bombón. Y aun así, todos los fines de semana acabo teniendo que recoger botellas del suelo para evitar que alguien pueda sufrir un accidente y, por qué no decirlo, para tratar de superar la vergüenza ajena que me produce tan lamentable espectáculo. Un grupo de jóvenes decide emborracharse a cara de perro en mitad de la calle y, cuando terminan, se van sin más. Dejan tras de sí un rastro de bolsas de hielo derretido, mezclado con refresco, y dejan las botellas de alcohol allí mismo, en vez de dejarlas en casa de sus puñeteros padres. No les cuesta ningún trabajo meter las botellas en alguno de los bombones verdes que encontrarán a su paso. Y no lo hacen por la sencilla razón de que les importa un carajo. Encima vendrán a contarme milongas de su preocupación por las energías renovables, el cambio climático y el medio ambiente. Vendrán a hablarme de su derecho a divertirse, como si molestar intencionadamente a los demás pudiera llegar a ser un derecho. Y vendrán a decirme que soy yo el que pone obstáculos a la convivencia. No es fácil ser joven en los tiempos que corren, pero yo no hablo de los jóvenes; hablo de determinados jóvenes que, para colmo, dan mala fama a los demás. Y hablo de quienes no quieren ver como un problema lo que estoy contando, quizás porque en sus calles no hacen falta bombones verdes.
Hay cosas que, por mucho que me las expliquen, no puedo entender. En la calle en la que vivo hay tres puntos de recogida de vidrio para reciclaje. Piense usted si en su calle hay un bombón verde y así comprenderá mejor este artículo al saber que en la mía, que es calle más bien pequeña, no hay uno, ni dos; hay tres bombones verdes. Uno está situado al comienzo de la calle y otro al final.
A mitad de camino entre uno y otro está el tercero, de modo que alguien que se hubiera divertido tomando copas al aire libre en mi calle, en vez de hacerlo en la suya, no puede salir de ella sin pasar por delante de, al menos, uno de los tres bombones, sin olvidar que, para llegar al punto en que ha decidido demostrar lo incivilizado que puede llegar a ser, ese alguien ha tenido necesariamente que pasar junto a otro bombón. Y aun así, todos los fines de semana acabo teniendo que recoger botellas del suelo para evitar que alguien pueda sufrir un accidente y, por qué no decirlo, para tratar de superar la vergüenza ajena que me produce tan lamentable espectáculo. Un grupo de jóvenes decide emborracharse a cara de perro en mitad de la calle y, cuando terminan, se van sin más. Dejan tras de sí un rastro de bolsas de hielo derretido, mezclado con refresco, y dejan las botellas de alcohol allí mismo, en vez de dejarlas en casa de sus puñeteros padres. No les cuesta ningún trabajo meter las botellas en alguno de los bombones verdes que encontrarán a su paso. Y no lo hacen por la sencilla razón de que les importa un carajo. Encima vendrán a contarme milongas de su preocupación por las energías renovables, el cambio climático y el medio ambiente. Vendrán a hablarme de su derecho a divertirse, como si molestar intencionadamente a los demás pudiera llegar a ser un derecho. Y vendrán a decirme que soy yo el que pone obstáculos a la convivencia. No es fácil ser joven en los tiempos que corren, pero yo no hablo de los jóvenes; hablo de determinados jóvenes que, para colmo, dan mala fama a los demás. Y hablo de quienes no quieren ver como un problema lo que estoy contando, quizás porque en sus calles no hacen falta bombones verdes.
A mitad de camino entre uno y otro está el tercero, de modo que alguien que se hubiera divertido tomando copas al aire libre en mi calle, en vez de hacerlo en la suya, no puede salir de ella sin pasar por delante de, al menos, uno de los tres bombones, sin olvidar que, para llegar al punto en que ha decidido demostrar lo incivilizado que puede llegar a ser, ese alguien ha tenido necesariamente que pasar junto a otro bombón. Y aun así, todos los fines de semana acabo teniendo que recoger botellas del suelo para evitar que alguien pueda sufrir un accidente y, por qué no decirlo, para tratar de superar la vergüenza ajena que me produce tan lamentable espectáculo. Un grupo de jóvenes decide emborracharse a cara de perro en mitad de la calle y, cuando terminan, se van sin más. Dejan tras de sí un rastro de bolsas de hielo derretido, mezclado con refresco, y dejan las botellas de alcohol allí mismo, en vez de dejarlas en casa de sus puñeteros padres. No les cuesta ningún trabajo meter las botellas en alguno de los bombones verdes que encontrarán a su paso. Y no lo hacen por la sencilla razón de que les importa un carajo. Encima vendrán a contarme milongas de su preocupación por las energías renovables, el cambio climático y el medio ambiente. Vendrán a hablarme de su derecho a divertirse, como si molestar intencionadamente a los demás pudiera llegar a ser un derecho. Y vendrán a decirme que soy yo el que pone obstáculos a la convivencia. No es fácil ser joven en los tiempos que corren, pero yo no hablo de los jóvenes; hablo de determinados jóvenes que, para colmo, dan mala fama a los demás. Y hablo de quienes no quieren ver como un problema lo que estoy contando, quizás porque en sus calles no hacen falta bombones verdes.
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