Los profesionales del arte sacro llevan siglos realizando su trabajo con técnicas casi primitivas cuyo conocimiento ha ido pasando de generación.
Ahora deben sobreponerse sin embargo a dos factores que amenazan con tambalear un sector del que viven muchas familias andaluzas: la globalización y las nuevas tecnologías.
La primera de estas variables tiene un nombre propio, que no es otro que Pakistán, y afecta ya desde hace algunos años fundamentalmente al gremio de bordadores.
La segunda es la Inteligencia Artificial (IA), que podría introducirse más pronto que tarde en otras artes como la imaginería, la talla o la orfebrería.
El escultor Miguel Ángel Caballero pone como ejemplo los efectos negativos que ha generado para el comercio tradicional la popularización de potentes plataformas de distribución a través de internet capaces de ofrecer todo lo que el consumidor demande sin salir de casa.
“Los centros de las ciudades están cerrando y a lo mejor llega el momento en el que tenemos que también tenemos que cerrar nosotros, aunque pongamos en nuestro trabajo una pasión que nunca podrá poner una máquina, pero el avance y el progreso tienen sus pros y sus contras”, advierte.
Cuando se le pregunta por la posibilidad de que se pueda recurrir a la Inteligencia Artificial para realizar una imagen no tiene ninguna duda.
“Por desgracia llegará el momento en el que se le pida que haga una determinada imagen y la haga, al igual que ahora se modela en 3D. La tecnología avanza a pasos agigantados y es posible que dentro de no mucho tiempo nos encontremos con algo de eso”, dice, mientras asume que el futuro del sector “es incierto y complicado”.
Ildefonso Jiménez es maestro bordador y vicepresidente de la asociación de profesionales del arte sacro de la provincia de Cádiz. En la rama en la que se desenvuelve han empezado a extenderse los encargos a países orientales, como Pakistán o Bangladesh, gracias fundamentalmente a la competitividad de sus precios.
Sin embargo, no conviene dejarse llevar por esas aparentes gangas, dado que “la calidad que ofrecen es muy baja”, hasta el punto de que se está llegando a bordar “con alambre” mientras que los talleres andaluces suelen utilizar hilo de plata sobredorado con oro de 24 kilates.
“El kilo del material que utilizo en mi casa cuesta 2.700 euros, mientras que lo de Pakistán vale unos 300”, subraya.
A todo ello hay que sumar que las condiciones laborales son muy dispares. Por ofrecer un dato, baste recordar que el salario mínimo de ese país “está entre los 120 y los 150 euros mensuales”, y eso por no hacer referencia a que “con trece años ya se puede trabajar, cuando a esa edad hay que estar en el colegio”.
El bordador reconoce en cualquier caso que “cada cual es libre de encargar sus productos donde quiera”, pero advierte de que el resultado final no es el mismo y de que la vida útil de las piezas de baja calidad está muy limitada por factores tan elementales como la humedad.
Otra cosa distinta es que algunos talleres de bordado participen en un especie de fraude que les lleve a firmar como propios trabajos que han sido realmente realizados en Pakistán, ejerciendo en la práctica como meros intermediarios.
“No descubro nada nuevo, porque aquí nos conocemos todos. De hecho, la asociación de Sevilla ya ha advertido de que expulsará a quienes realicen este tipo de prácticas en el supuesto de que pueda demostrarlo”, concluye Jiménez.