“La aparición de los residuos electrónicos requiere una atención urgente”, dicen los expertos, ya que cada producto de este tipo que se tira contiene componentes peligrosos para la salud y para el medioambiente, pero también valiosos, que bien recuperados, podrían volver de nuevo a formar parte del sistema.
Basura electrónica, E-waste o RAEEs
La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) define desecho electrónico como “todo dispositivo alimentado con energía eléctrica cuya vida última termina” y no hay intención de reutilizarlo, es lo que conocemos como basura y chatarra electrónica o tecnológica, E-waste o RAEEs, por su definición en inglés.
Es muy amplia la variedad de aparatos que generan este tipo de residuos ya imprescindibles en la vida cotidiana, que van desde teléfonos móviles, a ordenadores, pero pasando también por televisiones, frigoríficos y equipos de refrigeración, lámparas LED, máquinas expendedoras, etc.
Naciones Unidas hace un llamamiento a la comunidad internacional en su informe “Monitoreo Global de Residuos Electrónicos” y pide atención urgente porque la producción de basura en el mundo, 50 millones de toneladas cada año, crece cinco veces más rápido que el reciclaje de la misma.
Según la ONU y para hacernos una idea, los 62 millones de toneladas de E-waste generados en 2022, último año del estudio -un 82 % más que en 2010-, llenarían 1,6 millones de camiones de 40 toneladas, es decir, los suficientes para formar una línea continua alrededor del Ecuador o el equivalente en peso a 200 edificios como el Empire State Building.
No tirar, retirar para reutilizar
Pero si hablamos de instrumentos útiles, ya irreemplazables, tirarlos en lugar de retirarlos para repararlos y reutilizarlos, tiene un elevado peligro y coste para la salud y el medioambiente.
Los desechos electrónicos contienen entre otras sustancias, cadmio, plomo, óxido de plomo, antimonio, níquel o mercurio, todos elementos tóxicos que se convierten en un quebradero de cabeza para las administraciones por su peligrosidad para la seguridad de las personas y de los ecosistemas.
Se trata de sustancias que, acumuladas en vertederos o desechadas incorrectamente, se filtran y contaminan tierra, mar y aire, ocasionando daños importantes, irreparables e irreversibles.
Según PNUMA, el Programa para el Medio Ambiente de la ONU, sólo un tubo de luz fluorescente puede contaminar 16.000 litros de agua; una batería de níquel-cadmio, como las usadas en los teléfonos móviles, 50.000 litros de agua y un televisor puede alcanzar los 80.000 litros de agua contaminada.
Pero como contrapartida, en este tipo de basura se encuentran también otros elementos, valiosos muchos de ellos, como metales preciosos, técnicamente recuperables, como oro, plata, cobre, platino o paladio, o bien hierro, aluminio y plásticos, que bien reciclados pueden revertir de nuevo en el ciclo económico.
Sí, pero...
Pero el último informe de la ONU no es optimista en este sentido y expone a modo de ‘letanía’: ‘El progreso tecnológico, el aumento del consumo, las limitadas opciones de reparación de los aparatos electrónicos, los ciclos de vida más cortos de los productos, la creciente ‘electronificación’ de la sociedad, las deficiencias de diseño y la inadecuada gestión de la infraestructura de los residuos electrónicos, contribuyen a un empeoramiento de la tasa de reciclaje’.
En 2022, se recolectaron y reciclaron un 22,3 % de estos residuos en el mundo, solo una cuarta parte de la masa anual producida, por lo que se perdieron recursos naturales recuperables por valor de 62.000 millones de dólares y a su vez se generaron elevados impactos de polución para las comunidades de todo el mundo.
Y no son mejores los augurios para el futuro inmediato, ya que la ONU prevé una caída de la tasa de reciclaje del 22,3 % documentado y debidamente recuperado en ese año de 2022, al 20 % en 2030.
Ricos y pobres
Nikhil Seth, director ejecutivo del Instituto de las Naciones Unidas para la Formación Profesional y la Investigación (UNITAR), habla de “prestar atención urgente” a este fenómeno con un impacto de una magnitud aún difícil de predecir y que también tiene que ver con el lugar en el que se habite.
Y ello a pesar de la existencia desde 1989 del Convenio de Basilea, que regula los movimientos transfronterizos de desechos peligrosos y obliga a los países a tratarlos de manera responsable.
Sin embargo, la práctica es otra y el mapa de la basura electrónica muestra que Estados Unidos y Canadá, seguidos de China y Europa, regiones y países ricos, encabezan el mercado mundial de aparatos electrónicos y por tanto de sus residuos, que luego acaban en países con laxas regulaciones ambientales o sin ellas.
Es decir, que multitud de vertederos de países pobres reciben basura electrónica de países ricos.
En la memoria queda el antiguo basurero electrónico de Agbogbloshie, en Accra, la capital de Ghana, el vertedero más grande de África y uno de los mayores del mundo, desalojado en 2021, pero paradójicamente sustento de miles de personas, entre ellas niños, que desde sus inicios en los años 90, estaban expuestos a diario a unos niveles de contaminación alarmantes.
Situaciones similares se repiten en basureros de otros países de África, Asia y Europa del Este, a los que llegan legal, y sobre todo ilegalmente, estas basuras para la extracción de los elementos valiosos, pero a cambio de un elevado daño ecológico y para la salud.
Los expertos aseguran que en los últimos años las importaciones de este tipo de chatarra se han multiplicado por cuatro en los países pobres con el resultado de un factor nuevo para el incremento en la brecha de la desigualdad entre el norte y el sur.