El Artículo 24.2 de la Constitución Española dice que: “...
todos tienen derecho al Juez ordinario predeterminado por la ley, a la defensa y a la asistencia de letrado, a ser informados de la acusación formulada contra ellos, a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa, a no declarar contra sí mismos, a no confesarse culpables y a la presunción de inocencia”. Y el Tribunal Constitucional, para comprobar si ha existido una real posibilidad de defensa contradictoria, exige que se respeten tres reglas:
a) Nadie puede ser acusado sin haber sido, con anterioridad, declarado judicialmente imputado.
b) Como consecuencia de lo anterior, nadie puede ser acusado sin haber sido oído con anterioridad a la conclusión de la investigación.
c) No se debe someter al imputado al régimen de las declaraciones testificales, (...), ya que la imputación no ha de retrasarse más allá de lo estrictamente necesario.
Más allá del debate sobre la discutida naturaleza jurídica de la presunción de inocencia, cabe resaltar que, a grandes rasgos, es una figura que se desdobla de la siguiente manera: como una regla de tratamiento, en la medida en que obliga a los poderes públicos a tratar a toda persona como si fuera inocente hasta que, en su caso, recaiga sentencia firme condenatoria; y como regla de juicio o que, dicho en síntesis, significa que toda condena penal exige una prueba de cargo lícita y válida en virtud de la cual el tribunal obtenga la certeza de la culpabilidad del acusado. Es una de las bases del sistema penal en los países democráticos.
Por tanto, la presunción de inocencia es el derecho que tiene toda persona acusada de una infracción penal a que se le considere inocente hasta que una sentencia firme establezca su condena dictada tras un juicio justo. El estado de inocencia implica que el investigado tiene la misma situación jurídica que cualquier persona inocente.
Con el fin de evitar la vulneración de la presunción de inocencia, la jurisprudencia acordó cambiar los términos "imputado" o "acusado" por "investigado", y aunque en términos penales significan lo mismo, así se intenta evitar el tratamiento como culpable a alguien que aún no ha sido juzgado.
Cuando un ciudadano corriente es acusado de una conducta jurídicamente sancionable, el ámbito privado en el que discurre su vida le permite disfrutar plenamente de dicha presunción. Quiere esto decir que, además de tener garantizada la presunción de inocencia en el ámbito judicial, suele recibir en la vida diaria, mientras dure el proceso, la consideración y el trato de no autor de los hechos que se le imputan, por lo que no sufre las consecuencias de ser considerado responsable.
Las cosas no son tan claras cuando el sujeto implicado es un político. Es indiscutible que el político tiene garantizada la presunción de inocencia en el ámbito judicial. Pero la realidad demuestra que, en el ámbito extraprocesal, no se beneficia plenamente de dicha presunción, ya que, por lo general, no recibe el trato de no autor de los hechos que se le imputan y soporta en muchas ocasiones las consecuencias de un prejuicio de culpabilidad que puede llegar a ampliarse al ámbito familiar o al de los amigos y/o conocidos.
Y lo que todavía es peor: en el ámbito de la política, no es que no se goce plenamente de la presunción de inocencia, es que ésta parece haberse convertido en una presunción de culpabilidad, en el sentido de que el político es sospechoso hasta que demuestre su inocencia. En una sociedad democrática y políticamente sana, es claro que no puede admitirse una descalificación de esta naturaleza. Para evitar estas descalificaciones tal vez convendría separar cuidadosamente la responsabilidad política de la jurídica y aclarar de qué manera juega la presunción de inocencia en el ámbito de la responsabilidad política.
En efecto, como es sabido, los políticos, en su actuación, pueden incurrir en responsabilidad política o en responsabilidad jurídica, sea ésta civil, penal o administrativa. La responsabilidad política es consecuencia de un juicio político o de oportunidad; su exigencia deriva de una discrepancia política sobre un determinado objetivo, sobre los medios utilizados para ello o sobre la propia capacidad del sujeto para alcanzarlo y, cuando existe, supone una pérdida de confianza por parte del electorado o de sus representantes que debe desembocar en el abandono del cargo.
Pues bien, cuando la conducta de un determinado político muestra indicios racionales de culpabilidad, hay quien sostiene que en tal caso el político deba asumir, no sólo su posible responsabilidad jurídica penal o administrativa, sino también su responsabilidad política, dimitiendo inmediatamente de su cargo, porque está en entredicho su confianza. Frente a esta postura, está la de quienes defienden que el político está amparado por la presunción de inocencia, por lo que si dimite de su cargo sin haber sido condenado en el ámbito jurídico, está aceptando implícitamente su culpabilidad.
La primera postura es éticamente irreprochable, pero supone dejar completamente de lado la presunción de inocencia. La segunda, que parece menos ética, supone extender la presunción de inocencia hasta el ámbito de la responsabilidad política, propugnando que el político, mientras no sea condenado, tiene el doble derecho integrante de la presunción de inocencia en el ámbito extraprocesal: el derecho a recibir la consideración y el trato de no autor de los hechos que se le imputan y el derecho a no soportar las consecuencias o los efectos jurídicos que se anudarían a una prematura imputación de culpabilidad.
Sostener a ultranza que el político simplemente imputado tiene que dimitir de su cargo supone negarle el trato de no autor y obligarle a soportar una consecuencia de una culpabilidad no declarada, como sería la dimisión de su cargo. Si luego sale absuelto, como ha pasado más de una vez, ¿quien le quita el San Benito al investigado?, ¿quién le restituye su honor y su puesto político?.