Cuando les explico a mis alumnos la Generación del 27, me gusta decirles que, a diferencia de otras corrientes literarias, esta no se rebeló contra lo anterior ni pretendió desdeñarlo, sino que prefirió beber de fuentes variadas, aglutinar y, en definitiva, sumar. También les digo que no adoptaron una postura elitista que despreciara lo popular, sino que armonizaron las formas de la oralidad con las de las vanguardias, el octosílabo con el verso libre y la viveza de la metáfora con la imagen onírica.
En el siglo XVI fue importante la disputa entre los partidarios de los nuevos gustos italianos que Garcilaso traía a España (endecasílabo) y los de Cristóbal de Castillejo (que buscó la renovación desde el octosílabo). Garcilaso empleó ambos metros, y su poesía es la cumbre de la lírica profana del Renacimiento. Si Vandelvira hubiera cerrado los ojos al extranjero, quizá habría diseñado iglesias con techumbres de madera, y España inició su decadencia cuando Felipe IV se puso de espaldas al mundo. De la lengua inglesa tomamos préstamos que sirven para nombrar nuevas realidades y eso no es necesariamente negativo, siempre y cuando no enterremos palabras preexistentes en la lengua de Cervantes.
Se acerca la fiesta religiosa de Todos los Santos y, con ella, la otra pagana de
Halloween, que no es ningún aquelarre demoníaco ni anticristiano, sino una suerte de carnaval de temática neogótica y romántica inspirada en las historias de terror que la literatura y el cine popularizaron desde finales del siglo XIX y que luego el expresionismo alemán llevó a buenas cotas artísticas. Tan romántico es hablar de la muerte y de su misterio como llevar a cenar a tu pareja por sorpresa al Bagá o al Damajuana. La temática de ultratumba y el amor (es decir, lo que escapa a la razón humana) son algunos de los grandes temas del Romanticismo. No faltará quien vuelva a comprometerse este año a celebrar
Halloween sólo si los yanquis vienen en masa a ver salir a Nuestro Padre Jesús o a hacer el camino al Cabezo, pero quizá deberíamos pensar si es compatible la tradición que nos entregaron nuestros padres y nuestros abuelos
(traditio significa
entrega) con la globalización que nos trajeron nuestras teles y nuestras salas de cine.
En la ciudad de Jaén se ha perdido una costumbre venerable, que era la de reunirse con la familia la noche del 1 al 2 de noviembre, víspera del Día de los Difuntos (tras haber acudido a la misa festiva y cuando ya las campanas tocaban a muerto) para compartir una cena pantagruélica, verdadero ensayo de la de Nochebuena, de sopa y pavo con panecillos, castañas asadas o cocidas con matalahúva, batatas en almíbar, huesos de santo y buñuelos de crema, cabello de ángel o chocolate. Y
cuscurrones de pan frito, como recordaba Rafael Ortega Sagrista. En las estancias se encendía una vela por cada familiar ausente. La muerte de una tradición es perder la consciencia de esta y, por tanto, la conciencia de su valor. Ya apenas se reivindica nada de lo antedicho, aunque algunos católicos se obstinan ahora en celebrar
Holywins, que es lo mismo que ir a un concurso de saltos hípicos y apostar por un caballo percherón: la derrota está servida.
La tradición no se reivindica con disfraces de santitos, sino con la belleza evocadora de lo antiguo. Manrique escribió la elegía más bella de la historia y Mecano nos dijo que no es serio este cementerio. Ambos brillaron, cada uno en su papel. Quizá sea positivo ser menos apocalípticos, por un lado, y menos sumisos de los yaquis, por otro. Hay tiempo para todo: disfraces, misas, buñuelos, memoria de los ausentes y una buena ración de pavo en salsa.
De nuestras tradiciones están las sepulturas llenas.