Día del respeto a la pareja
Recientemente hemos vivido una jornada de repulsa y condena a ?como dicen algunos medios? la violencia machista...
Recientemente hemos vivido una jornada de repulsa y condena a –como dicen algunos medios– la violencia machista. Lo que comenzó siendo bautizado como violencia de género, poco a poco va cogiendo tintes feministas y de golpe y porrazo lo que en un principio agrupo a todo tipo de abusos en la pareja, se aleja de su pragmatismo inicial, para parcialmente decantarse del lado femenino. Ni que decir tiene que estoy totalmente en contra de aquellos que se olvidan que la fragilidad femenina es un encanto y no una oportunidad. Que el amor es un sentimiento muy noble que para nada tiene que ver con la sumisión. Y sobre todo que tu mujer no es tu mujer, desde el mismo momento que tú te olvidas de que eres su marido y no su dueño. Pero una cosa es la violencia –machista– y otra la sibilina violencia feminista. Y lo que más me jode es que cada vez se deja más de lado esta faceta del maltrato y la sociedad se decanta única y exclusivamente, hacia la violencia física, cuando hay otros tipos de violencia, mucho menos llamativas pero incluso más dañinas. Quede claro que no pretendo jerarquizar el sufrimiento ni la injusticia que cada una de ellas tenga, simplemente quiero llamar la atención sobre este aspecto, ya no olvidado sino oculto de la violencia de género.
La pareja, como su propio nombre indica, consta de dos individuos, y el problema principal en donde subyacen todos los nuevos y viejos dilemas, es el respeto. Cuando se pierde el interés, el cariño, la empatía, y sobre todo la estima, para con el otro, el ayuntamiento deja de tener su función.
Lo complicado del asunto es que las mujeres además de por sí tienen prioridad moral sobre los hijos al haberlos engendrado, tienen la legal y en muchos casos se abusa de él, descaradamente. Y no les estoy hablando de que una separada no deje ver los hijos a su ex cónyuge. Me estoy refiriendo al gran número de hombres que cohabitan con una mujer que lo único que tienen en común con ellos son su hijos, pero claro, temen perder de vista a sus vástagos pues una separación, para el hombre, es igual a decir, te quedas sin hijos. Sucede lo mismo con la casa, para un señor de una edad media, que toda su vida ha luchado por tener un hogar verse privado de él es algo brutal, psicológicamente hablando. Si se sobreentiende que es duro vivir con un sujeto que te agrede cuando le apetece, ¿se imaginan cómo tiene que ser hacerlo con alguien por cojones? De hecho, las cifras no mienten durante el 2004 en la Comunidad de Madrid frente a 2.126 hombres que solicitaron el divorcio, hicieron lo propio, 3.276 mujeres. Hay quien argumenta este avance en la madurez de la mujer, más inmersa en la sociedad, implicada en su futuro e independizada económicamente. Pero si miramos más adentro, donde los números no llegan, y nos centramos en el aspecto más vil del ser humano –a fin de cuentas somos así– nos daremos cuenta que la diferencia es la libertad que le otorga a la mujer el hecho de saber que saldrá ganando en el reparto, mientras que el hombre lo hace cuando no aguanta más –no voy a entrar en los casos de infidelidad, no porque no me interese es que no es el tema–.
Pero creo que la solución es mucho más sencilla. La mujer ha sido más revolucionaria que nosotros. Y mientras los varones nos lamentamos en las barras de los mostradores, ellas se atrincheran en la plazas con sus pancartas exigiendo sus derechos. Y no es que los derechos de ellas choquen con los de ellos. Al igual que en democracia tu libertad llega hasta donde comienza la de tu prójimo. En el matrimonio, o mejor dicho, en la separación, tus derechos deben llegar hasta donde llegan los del otro. Y las leyes deberían por una vez dejar de mirarse el ombligo y mirar a los ojos a las personas, que no son perros los que están separando. Las leyes tienen que ser más humanas y menos pragmáticas. Y sobre todo tener en cuenta que se le puede dar tanto poder a una de las partes; no ya por el agravio comparativo si no porque es totalmente injusto, que una parte lo gane todo y otra lo pierda.
De todas formas, me repito en lo de antes, el problema que engloba a todos los demás es el respeto. Cuando nos respetemos miremos al otro como el padre o la madre de nuestros hijos, dejaremos de comportarnos como niñatos.
Quede claro, que cada casa es un mundo, y mientras haya una que justifique mi postura, habrá quince que no lo haga, y viceversa. Por eso el ser humano es tan complicado y maravilloso. Pero, ante todo, lo que no se puede hacer es defender una postura ante los malos tratos tan partidista monopolizando una jornada que nació para denunciar los malos tratos, sin género, aunque por desgracia con número.
La pareja, como su propio nombre indica, consta de dos individuos, y el problema principal en donde subyacen todos los nuevos y viejos dilemas, es el respeto. Cuando se pierde el interés, el cariño, la empatía, y sobre todo la estima, para con el otro, el ayuntamiento deja de tener su función.
Lo complicado del asunto es que las mujeres además de por sí tienen prioridad moral sobre los hijos al haberlos engendrado, tienen la legal y en muchos casos se abusa de él, descaradamente. Y no les estoy hablando de que una separada no deje ver los hijos a su ex cónyuge. Me estoy refiriendo al gran número de hombres que cohabitan con una mujer que lo único que tienen en común con ellos son su hijos, pero claro, temen perder de vista a sus vástagos pues una separación, para el hombre, es igual a decir, te quedas sin hijos. Sucede lo mismo con la casa, para un señor de una edad media, que toda su vida ha luchado por tener un hogar verse privado de él es algo brutal, psicológicamente hablando. Si se sobreentiende que es duro vivir con un sujeto que te agrede cuando le apetece, ¿se imaginan cómo tiene que ser hacerlo con alguien por cojones? De hecho, las cifras no mienten durante el 2004 en la Comunidad de Madrid frente a 2.126 hombres que solicitaron el divorcio, hicieron lo propio, 3.276 mujeres. Hay quien argumenta este avance en la madurez de la mujer, más inmersa en la sociedad, implicada en su futuro e independizada económicamente. Pero si miramos más adentro, donde los números no llegan, y nos centramos en el aspecto más vil del ser humano –a fin de cuentas somos así– nos daremos cuenta que la diferencia es la libertad que le otorga a la mujer el hecho de saber que saldrá ganando en el reparto, mientras que el hombre lo hace cuando no aguanta más –no voy a entrar en los casos de infidelidad, no porque no me interese es que no es el tema–.
Pero creo que la solución es mucho más sencilla. La mujer ha sido más revolucionaria que nosotros. Y mientras los varones nos lamentamos en las barras de los mostradores, ellas se atrincheran en la plazas con sus pancartas exigiendo sus derechos. Y no es que los derechos de ellas choquen con los de ellos. Al igual que en democracia tu libertad llega hasta donde comienza la de tu prójimo. En el matrimonio, o mejor dicho, en la separación, tus derechos deben llegar hasta donde llegan los del otro. Y las leyes deberían por una vez dejar de mirarse el ombligo y mirar a los ojos a las personas, que no son perros los que están separando. Las leyes tienen que ser más humanas y menos pragmáticas. Y sobre todo tener en cuenta que se le puede dar tanto poder a una de las partes; no ya por el agravio comparativo si no porque es totalmente injusto, que una parte lo gane todo y otra lo pierda.
De todas formas, me repito en lo de antes, el problema que engloba a todos los demás es el respeto. Cuando nos respetemos miremos al otro como el padre o la madre de nuestros hijos, dejaremos de comportarnos como niñatos.
Quede claro, que cada casa es un mundo, y mientras haya una que justifique mi postura, habrá quince que no lo haga, y viceversa. Por eso el ser humano es tan complicado y maravilloso. Pero, ante todo, lo que no se puede hacer es defender una postura ante los malos tratos tan partidista monopolizando una jornada que nació para denunciar los malos tratos, sin género, aunque por desgracia con número.
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