Mi hija vio dos capítulos y ya no quiso ver más. A su gemelo no le he preguntado. Qué más me da, cualquiera de las series de anime que ve por su cuenta son más belicosas y crueles que “El Juego del calamar”. No es lo que ven, es lo que sienten. Lo que le enseñas día a día o los valores que intentas que sean una segunda piel lo que quieres que recojan en esencia. Pero más bien se convierte en una tómbola en la que juegas con múltiples posibilidades para sortearse el premio final de la vida de tu retoño. Cuando le pregunté a mi hija que por qué no iba a terminar de ver “El Juego del calamar” me dijo que era una película en la que gente desesperada hacía lo imposible por ganar un juego en el que solo había un premio final. Esas condiciones-se reafirmó- eran ya de por sí una tontería porque qué te llevaba a pensar que ese uno serías tú. No sé a ustedes, pero a mí esas respuestas en alguien que se pelea con su hermano por la comida a gritos, que se pone a ver tiktok como si le fuera la vida o acampa en la ducha gastando agua a mansalva, no me cuadran. Será la adolescencia no les digo que no, pero mata. “El juego del calamar” es lo que ha dicho mi hija, ni más ni menos. Ese es el resumen conciso que verán, pero también la falta de solidaridad o cómo -incluso en los peores sitios- la gente buena reluce a pesar de sus imperfecciones. Ese héroe- antihéroe que nació en las películas americanas, en las coreanas tiene un arrugado de camisa sin planchar, porque parecen preparados para la tragedia como si la llevaran en el ADN.
Debo confesar que a mí me gusta el cine coreano, no solo las de terror sino también las históricas con esos ropajes tan singulares o esas monarquías tan diferentes a las oscurantistas de nuestra España del XVI. Me conquistaron con “Tren a Busan” y creo que el idilio seguirá para rato. No sé lo que le puede afectar -un juego de muerte y crueldad ejercido por quien tiene poder e impunidad- a mentes infantiles, pero las económicas globales, las guerras indiscriminadas o la subida de los elementos básicos para la supervivencia no son sino juegos de poderosos que no se mueven de sus despachos más que para saber cuánto han ganado o perdido. Nuestros hijos ven en las redes lo que les da la gana, pero ahora nos echamos las manos a la cabeza porque nos limitamos a ver cómo se mata impunemente por seguir las reglas de un juego. Nos deberíamos dar cuenta que no son los juegos, sino los jugadores manipulados los que activan el ON. No son las víctimas las culpables, sino los verdugos. La vacuna del raciocinio funciona. Lo mismo solo hace falta inocularla.