Entre tanto ruido, hay un hecho que casi está pasando desapercibido. Este martes se cumplen 40 años del 23F, el día en el que tras varios disparos en el interior del Congreso emergió aquel igual de terrible “todos al suelo” de Tejero para poner a prueba a todo un país. Con motivo del aniversario, hay nuevas publicaciones y artículos que tratan de arrojar nuevas certezas y sospechas sobre lo ocurrido en aquellas aciagas jornadas, aunque todas llegan a la misma conclusión: resistió y venció la democracia, que sin haber perdido aún sus dientes de leche había nacido convencida de su plenitud futura al abrigo de los nuevos valores constitucionales.
Yo era muy niño entonces, pero aquella tarde que sucedió al asalto y los disparos percibí por primera vez el miedo en los rostros de mi madre y de mi abuela, pegadas a un transistor Phillips de onda media que se convirtió en el objeto más preciado de la casa durante aquellas horas de temor y desconcierto. Al año siguiente, el 22 de febrero, al terminar las clases, le preguntamos al maestro si al día siguiente había que ir al colegio o si era festivo. “¿Cómo vamos a celebrar que alguien quisiera dar un golpe de estado?”, fue más o menos su respuesta, como si el mero recuerdo de los hechos le produjera un estremecimiento. En realidad, lo que pensábamos que había que celebrar era que habíamos vencido a aquel tipo con tricornio y bigote, que, ahora lo sabemos, era lo mismo que celebrar la democracia, una palabra de la que aún no éramos del todo conscientes.
¿Son conscientes de esa misma palabra las decenas de jóvenes que vienen protagonizando actos violentos durante esta semana en defensa de una “figura” que, como editorializaba El país, “está en las antípodas de lo que puede considerarse un héroe de la causa de la libertad de expresión”? Echenique los ha aplaudido por “antifascistas” y el presidente de la CEOE los ha denunciado por “fascistas”, como si a España no le quedara más remedio que elegir entre unos y otros, entre un bando y otro, zarandeados por esa cansina y nauseabunda polarización que pretende dominarlo todo. Ruido, más ruido.
Y todos parecen aprovecharse de la situación. El primero, el gobierno: para provocar el desgaste de su socio y evitar que se hable de la falta de vacunas. Tres días ha tardado el presidente en pronunciarse -¿el tiempo necesario para barajar sus opciones de rentabilidad?-. Pero también el PP: ahí tienen a Díaz Ayuso, haciendo alarde de espontaneidad, adoquín en mano, reivindicando el “arte” de los diputados madrileños “con dos cubatas en un karaoke” frente a los ripios insultantes y despreciables del rapero en prisión. O al propio partido deslizando de nuevo la opción de una alianza con Ciudadanos para hacer olvidar los resultados en Cataluña; o con el solemne anuncio, casi de duelo, del cambio de sede, como si a Casado le atormentaran las paredes de Génova -hay paredes que hablan- o el edificio estuviese poseído por fantasmas, aunque sospecho que esos mismos fantasmas a los que que pretende espantar le perseguirán con la mudanza.
Ruido, mucho ruido. Y más a nivel local, donde el interés general queda cada vez más diluido y relegado por el interés particular de la clase política. Ruido y fango. Es decir, todo lo que no necesita cualquier ciudad en este momento, y menos una como Jerez, donde los esfuerzos habría que reservarlos en favor de una causa común y no en la pelea diaria, infructuosa e inane en la que siguen empeñados PP y PSOE en este combate a los puntos en el que los dos se dan por ganadores mientras pierden los ciudadanos, más interesados en conocer la tasa de incidencia del Covid a diario, cuándo y dónde les toca ponerse la vacuna, el levantamiento de las restricciones y las ciudades a las que poder desplazarse desde este fin de semana, que el interesado conflicto desatado por la Cámara de Cuentas con el Ayuntamiento a causa de una “distorsión temporal” -traduzcan por metedura de pata- o la destitución-restitución de asesores políticos. Ruido. Harto de tanto ruido.