Esta semana se nos ha muerto un amigo, un compañero. Y como un trompazo la distancia que nos separaba de él se ha hecho infinita. Ya no es un hasta mañana, o hasta pronto…Se impone en la consciencia la dura realidad de que este hasta… ya no existe. Y es en ese preciso momento cuando se siente la profunda, la radical perdida.
Faltan palabras para difundir la amarga noticia. El vocabulario, a fuerza de repetirse, se ha quedado huérfano de significados. Se expresan frases como: -En paz descanse, o -Que la tierra le sea leve, o – Trasladamos nuestro pésame, o - Te acompaño en el sentimiento, o - Mucho ánimo, lo siento mucho, o - Una gran persona, siento mucho su pérdida, o -Acabo de enterarme de la triste noticia, lamento mucho tu pérdida, o… Sorprende como ninguna de estas frases contiene la totalidad de los sentimientos que genera la triste noticia de la muerte de un ser querido. Es más, cuanto mayor es la intensidad del cariño que se dispensa al difunto más vacías de significado tienen todas estas frases. Porque la intensidad de la pérdida de un ser muy querido y cercano, a los familiares directos, los deja “rotos” y lo que acontece se vive como en una “película” por la que pasan: abrazos, besos, lágrimas, pésames. A pesar de todo, los familiares del finado agradecen el esfuerzo por trasladarles tanto el sentimiento como las intenciones de reconfortarlas de alguna forma en esos graves momentos.
Ha muerto una persona amiga tuya. Ya no volverá a dirigirte la palabra, a devolverte el gesto de complicidad, a estar presente. Y se agolpan recuerdos: de multitud de momentos, de anécdotas, de situaciones en las que fue importante compartir con ella emociones, pensamientos… ¡Tanto, tanto!, que solo se queda en la casi nada del recuerdo que pervive en cada cual.
Con esa muerte cercana quienes siguen viviendo tendrán de nuevo la oportunidad para reconocer la finitud de sus propias vidas, la transitoriedad de esta experiencia vital que, como regalo, la naturaleza otorga. Y podrán repasar su trayectoria, su historia personal, proyectándola hacia un final cierto, inexorable, que aboca a la nada. Esa nada angustia a más de una persona. Y para algunas de ellas la vivencia de su YO, de un EGO rotundo, les impele a encontrar una alternativa configurando creencias sobre un más allá que se supone feliz, pleno, más aún con la promesa de permanencia eterna como conciencia incorpórea o incluso corpórea con una reencarnación anunciada “al fin de los tiempos”.
La muerte como elemento esencial de la vida ha sido y seguirá siendo el tema central de todas las religiones. En este tránsito de la materia, desde lo inerte a la consciencia, surge una encrucijada que define la manera de vivir y de asumir la muerte, como una experiencia vital más, o no. Un trayecto lleva a una trascendencia de ese YO más allá de la muerte. El otro se queda en un final sin más contemplaciones. Porque la experiencia vivida ha sido el gran regalo de la madre natura. Tranquiliza enormemente este enfoque ya que nada se espera y tampoco tiene sentido condicionar nada del presente vital a una expectativa de “vida eterna”, pero ese camino supone asumir la angustia de la desaparición, de la contingencia de todo, de la finitud, e incluso la futilidad de los deseos, de las ambiciones, de las ansias. Los legados acaban barridos por el polvo de la historia y más que proyectarse en un futuro cobra un inmenso valor, lo único que realmente vale, el presente.
La muerte, sobre todo de un ser querido, a pesar del dolor, nos sitúa ante la propia vida. Si tiene sentido es porque ayuda a dimensionarla. Tan sólo por eso puede consolar el asumir que hasta con su muerte nuestro amigo nos sigue ayudando a vivir.
Fdo Rafael Fenoy Rico