Desgraciada ciudad, con el esmero puesto por el semidios Herakles y el casi-casi Julio César, con la compañía de las lagunas y la brisa marina de la isla dónde nació y las marismas circundantes que permitieron su peculiar crecimiento, llegaron “moelnizadores”, y le plantaron bancos de madera sobre suelos de hormigón para disuadir al personal de sentarse en ellos, o un mamotreto pretencioso de imitación a arboleda-vivienda de gnomos, capaz de engullirse la mejor plaza ajardinada de Sevilla y hasta la Iglesia que fue de la Universidad. Un “icono” enemigo de todos los iconos asumidos, rechazado en Berlín, la moderna ciudad originaria de su inventor, por no encajar estéticamente cerca de la Puerta de Brandenburgo.
Desgraciada, porque cada ciudad es un mundo, un genio, una cultura, una personalidad. Aunque esté llena de museos, nada es más decepcionante que una ciudad sin estilo propio, como si los edificios monumentales hubieran caído desde un helicóptero, y trasplantarlo a las ciudades a las que se les roba su espíritu para adocenarlas en beneficio de la innecesaria semejanza a otras ciudades. Desgraciada tendencia, gravemente tendenciosa, en una ciudad que pretende vivir del turismo, pero sólo se preocupa de tener más apartamentos con que expulsar o amargar la existencia a los vecinos permanentes. Y absolutamente nada, o casi nada, casi absolutamente nada, de mantener los valores diferenciales históricos, artísticos, arquitectónicos, urbanísticos, únicos elementos capaces de atraer visitantesno adscritos aescándalos callejeros.
La depredación no ha conseguido acabar con Sevilla, había demasiado arte, demasiada historia, demasiada calidad en ella, y no han sido capacesde rematar su pestilente podredumbre. Que no la remate el “grasioso”. Que Feria, Semana Santa y todas sus manifestaciones culturales y artísticas, tienen una motivación, un rito. Una causa. Que el respeto al “Silencio” no es una norma impuesta. Por ejemplo. Es el contraste, reflejo fiel de la dicotomía propia, exquisita, que Sevilla merece mantener. No hay que hacer una ciudad expresa para el turismo, al contrario: hay que mantener una ciudad capaz de atraer a los demás por su propio valor intrínseco, con toda naturalidad. No hay que jactarse de una gracia que, de ostentarla, se convierta en “des-grasia”.