Unos tienen su sitio (suyos en “propiedad”, ojo) junto a una parroquia, pero a diario con una sola misa y escasos parroquianos la cosa da para poco; otros merodean por el mercado; los hay buscando en los contenedores; y quien se afana con cartón o chatarra. Si pueden, ellos saben cuándo, piden a Cáritas, van a El Salvador o a las Hermanitas. Esos son días de comida caliente y buena. Pero lógicamente no puede ser siempre. Son de muy distinta procedencia y de diversas etnias. Dicen que detrás de cada cual hay una historia, pero siempre tienen como denominador común: soledad, miseria, abandono, adicciones… Los veo a eso de las diez de la noche cuando los voluntarios de Cruz Roja acercan su furgoneta a Las Angustias. Ésta es sólo una parada de las muchas que su solidaridad realiza por las calles. Ahí tomarán caldo y un buen bocadillo para meter el cuerpo en cintura y para aguantar donde se pueda otra larga noche fría y solitaria. Cuando regreso a casa ya están recogidos. Un portal -cada vez menos-, un balcón generoso que sobresale a cuyo socaire se puede resguardar del relente y las galerías porticadas -como la que rodea la oficina de empleo- donde hay afluencia. Este es otro barómetro de la crisis. Cartones y mantas quedan escondidos durante el día. Ahí los tenemos, ahí están refugiados de la lluvia y el frío. No digamos que no los vemos, digamos que procuramos no verlos. Yo intento pasar sin hacer ruido para no molestarlos, pero cada vez me siento más íntimamente molesto conmigo mismo y con mi conciencia.
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