Este manicomio está lleno de locos que no saben hablar de otra cosa que no sea de un beso o de una cárcel. Los periodistas los tienen entretenidos y arrastran sus cerebros de un lado a otro desde Sydney hasta Tailandia con una facilidad impresionante. Yo, sinceramente prefiero un beso, pero ya no me atrevo a dárselo ni a la foto que tengo de mi niña en la mesita de noche,no vaya a ser cosa que me hagan dimitir de padre. Y por supuesto no me echo mano a las partes nobles, aunque me piquen a reventar, porque entonces me funden vivo entre unos y otros. Dejemos ya lo del beso y que las feministas manden a la hoguera a los que quieran mandar. Les va a faltar leña.
Por otra parte, con el empacho que nos estamos dando de Tailandia y viendo el edificante panorama que hay allí en las cárceles, me ha venido a la mente nuestra Cuestecilla de la Cárcel.Se le llama Cuestecilla por ser una auténtica Cuesta a pesar de terminar en –illa, y se le añade Cárcel porquesirvió también de recogida de presos. Lo atestigua todavía un ventanuco redondo que le daba ventilación a los pobres calabozos del Ayuntamiento.
Este loco vivió su tierna infancia subiendo por ese lateral exterior del edificio y sintiendo en sus dedos el tacto cortante de la piedra ostionera que iba ascendiendo hasta llevarme a su máxima y peligrosa altura.
Con los dedos me aferraba entonces a la cornisa buscando que allí quedaran grabadas mis huellas y mis recuerdos. Se le quedó el nombre de Cuestecilla de la Cárcel, aunque allí ya no hay presos, porque seguramente los chorizos se fueron a ejercer a sitios más alejados del peligro.
Ahora resulta que, a pesar de que se están arreglando en La Isla muchas calles, por lo visto no hay dinero para nivelar un poquito nuestra Cuestecilla de la Cárcel y quitarle la pendiente. Las mesas que los restaurantes no hace mucho han puesto en la calle están tan inclinadas, que, cuando llego a la lavandería del manicomio, me preguntan que dónde coño he comido, que llevo lamparones y pringue para regalar.
Pero en aquellos tiempos no tan lejanosla Cuestecilla de la Cárcel era un cúmulo de vivencias y olores. Bajaba por ella el aroma de los tenderetes de aceitunas pegados a la Plaza, el trasiego de la gente que llegaba o venía del Mercado, el olor a plato y vaso de Rosario, la de la Loza, y el menudo de Nanai. Luego, aquel mundo tiraba hacia abajo ante el jolgorio de los gorriones que cantaban invisibles en la arboleda de la Plaza del Rey. Todo ello se completaba con el humo calentito del café, con la fritura de los churros y con el yodo saludable que soltaban los camarones y las miñocas en la esquinita del 44. Mientras, el levante se aliaba con algunos jubilados sátiros y les facilitaba la tarea de verles las piernas a las señoras.
Hay cañaíllas que viven fuera (como mi amigo Pepe), y, cuandoquiere explicar cuál la esencia de La Isla, dice que es sin duda la Cuestecilla de la Cárcel, cambiante pero eterna, y de la que es muy fácil enamorarse. No me extraña lo que dice la canción: “Cómo han pasado los años, cómo cambiaron las cosas. Y aquí estamos lado a lado como dos enamorados, como la primera vez…”
Bueno, no tan al lado, porque yo sigo encerrado en este manicomio y parece que hay gente fuera más tocada todavía que yo en Sydney, en Tailandia y en La Isla.