Hoy voy a tocar un tema delicado: La Isla se nos está llenando de chiclaneros. Y teniendo al enemigo en casa hay que ser prudente, aunque la prudencia no esté entre las cualidades de la locura. Ya se sabe que los vecinos nunca se han llevado bien. Hasta el refrán lo advierte: “Pueblos vecinos, mal avenidos”. No es que vayamos a ir a la guerra contra Chiclana, pero, para qué nos vamos a engañar, queda esa cosita de vecindad no demasiado fantástica. Tampoco los chiclaneros nos han tenido en alta estima. “De La Isla ni el viento” es una frase desafortunada que a alguien de la Banda o del Lugar se le ocurrió un mal día de levante. Pero los chiclaneros se están dando cuenta de que La Isla también tiene cosas que ver, que la calle Real es extraordinaria, que tiene un gran ambiente y que es un crimen compararla con la calle La Vega, que por las tardes es más aburrida que un payaso en un velatorio.
La cosa está cambiando de un tiempo a esta parte en el tema de las comunicaciones. Ya solamente queda ir a Chiclana en avión, porque hay puentes, tranvías, autobuses, carreteras, barcos…
Estamos paseando por la calle Real, y de pronto pasa el tranvía cargado a tope de chiclaneros. Nos entra la duda de si van a Cádiz o se piensan bajar en La Isla. En todo caso, los viajeros se quedan embobados con nuestra ciudad. Y nosotros nos quedamos pensando en que los chiclaneros, que antiguamente venían en bicicleta, han dejado hace tiempo de pedalear y se nos cuelan ya en tranvía, o mejor dicho, en Trambahía (qué palabra más fea). Antes venían a vendernos las lechugas y hoy somos los cañaíllas los que vamos a comprarlas allí a su magnífico Mercado Central. El chiclanero se ha refinado con el tiempo y se ha revitalizado, mientras que el cañaílla tiene como referente principal a los muertos de Halloween. Es verdad que Chiclana tiene más dinero, más campos y sobre todo más ganas de trabajar. Ellos disponen de la Barrosa, más viva que nunca con sus hoteles y apartamentos, y aquí tenemos a Camposoto, muerto de risa esperando que los militares den paso al progreso.
Volviendo al tranvía. Entramos ya en tiempos nuevos. Y todavía nos queda mucho por ver, porque hay que hacer un master para entender el intrincado laberinto de las tarjetas. Las criaturas llegan confiadas a la marquesina, y allí se encuentran con unos grandes aparatos de frío acero que no inspiran ninguna confianza. Los viajeros discuten entre sí porque algunos saben, pero no enseñan, y otros quieren saber pero no aprenden. Existe ahora mismo la convicción de que montarse es gratis y de que es una pamplina pagar. Hasta ahora parece que no hay revisores, pero, cuando empiecen a funcionar, no vamos a ganar para multas. Y encima la información de los horarios tiene los números más pequeños que los tornillitos de las gafas. Además, todo el mundo va de pie, por lo que cualquier día la guardia civil de tráfico se pone soviética.
La única verdad es que los pueblos vecinos nos vamos acercando cada vez más, aunque todavía no estemos para besarnos.
De todas las maneras, me voy a acercar a Chiclana, y, como escuche a algún chiclanero hablar mal de La Isla, después de darle en el coco un babuchazo, va a tener que hacer mil viajes en el tranvía para que vea lo bonita que está La Isla de León. Y me tendrá que repetir un millón de veces: “De La Isla hasta el viento”.